“Haz que sepa adivinar / entre las sombras la luz,
que nunca me ciegue el mal / ni olvide que existes tú…
Sostén ahora mi fe…” (J. L. Martín Descalzo)
Contemplar el mundo con la mirada de Dios
Queridos Miembros de Vida Contemplativa:
“Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno” (Gn 1,31). En la maravilla y belleza de la creación vemos vestigios de Dios en la tierra, y estos destellos débiles de su gloria son para nosotros un reclamo permanente a los que, consciente e inconscientemente, nos remitimos en todo momento. El jardín del Edén, del que nos hemos autoexcluido desobedeciendo el mandamiento del Señor, es el anhelo de todo ser humano. Así lo expresa San Agustín, desde la propia experiencia, cuando escribe: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
Ya en nuestros días, el 24 de mayo de 2015 se presentaba la encíclica Laudato si`. Sobre el cuidado de la casa común. No es casual que el Papa eligiera como modelo a san Francisco de Asís. No solo las primeras palabras de la encíclica están tomadas del Cántico de las criaturas, sino que toda la encíclica refleja la profundidad teológica y espiritual de aquel gran “Juglar de Dios”, según la cual toda la creación no es sino una obra del amor de Dios en la que estamos “entrelazados por el amor que Dios tiene a cada una de sus criaturas y que nos une también, con tierno cariño, al hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a la madre tierra” (LS 92). Un amor y una conexión que, más que un romanticismo irreal o una especie de panteísmo sentimental optimista, es la expresión de que todo está sustentado por la gracia de Dios que llama a ser a la totalidad de las criaturas en sus múltiples formas y colores por un puro acto del Creador1. “Todo el universo material, dice el Papa, es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros. El suelo, el agua, las montañas…: todo es caricia de Dios” (LS 84). De esta manera, la naturaleza se convierte en “lugar teológico” que nos invita a responder en alabanza y adoración. Como escribió Elizabeth Theokritoff: “El mundo material es por lo tanto esencial para el propósito divino. Es embalaje no desechable para lo espiritual, o un mero telón de fondo del drama humano”.
Pero, al contemplar hoy el universo creado, asomándonos a la atalaya de la realidad que nos circunda, percibimos más bien la amarga sensación de la oscuridad y del caos, que ensombrecen nuestros ojos y agobian el alma. Sentimos alguna vez la amarga sensación de que el bien expresado en la honradez, la sinceridad, la justicia, la integridad, la fidelidad, la limpieza de corazón, la abnegación…, sucumbe ante el poder de la mentira, la violencia, la corrupción, la insolencia, el cinismo… Y el análisis de la situación medioambiental lleva al Papa a constatar un preocupante “deterioro del mundo y de la calidad de vida de gran parte de la humanidad” (LS 18). Esto refleja una situación de la “hermana tierra” enferma “en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes” (LS 2). “Conviene, pues, recordar brevemente el contexto en el cual nos toca vivir”1, que nos pone delante no pocos desafíos. En la citada Exhortación se hace referencia a algunos de ellos en el mundo actual. Se alude a la crisis mundial, que afecta a las finanzas y a la economía, generando situaciones de injusticia y violencia; y se señala también el deterioro de las raíces culturales, la difusa indiferencia relativista, el proceso de secularización, la negación de la trascendencia… (cf. EG nn. 50-64).
Discernimiento evangélico en la contemplación
La contemplación de la realidad medioambiental puede ser hecha desde diversas perspectivas: la sociológica, la económica, la religiosa, etc. A nosotros nos interesa la que “va más bien en la línea de un discernimiento evangélico. Es la mirada del discípulo que se “alimenta a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo” (EG 50). Pues si solo intentamos mirarnos unos a otros a través de los microscopios, como insectos que se diseccionan, entonces no veremos la bondad que tenemos y que es la verdad más profunda de nuestro ser. Al final de las Confesiones escribe san Agustín: “Vemos todas estas obras tuyas. Vemos que juntas son muy buenas, porque fuiste tú quien las viste en nosotros y quien nos dio el Espíritu por el que las vemos, y te amamos en ellas”2. Estas premisas nos hablan de lo necesario que es “reconocer la ciudad desde una mirada contemplativa, esto es desde una mirada de fe que descubra a Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas” (EG 71). Necesitamos, como dice el lema de la Jornada Pro Orantibus de este año, “contemplar el mundo con la mirada de Dios”. Una “mirada que no es como la del hombre: el hombre ve las apariencias, pero el Señor ve el corazón” (cf. 1Sam 16,7b). El desafío es que tenemos que aprender el secreto de ver lo extraordinario dentro de lo ordinario, de ver la divinidad titilando dentro de la humanidad, y de ver halos alrededor de caras familiares3. Como cristianos, compartimos la esperanza que tenemos en cada persona y en la humanidad. La belleza es una expresión de esta esperanza y al decir de C. S. Lewis, despierta la nostalgia que sentimos por “nuestro país lejano”, el hogar que anhelamos y que nunca hemos visto. Se necesita que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo descubran la belleza de Dios y el “Evangelio de la creación”, como le sucedía a san Francisco al que la naturaleza mostraba las huellas del Señor que pasaba. En palabras de san Efrén: “El Señor de todo es la tienda que atesora todas las cosas. A cada uno, según su capacidad, le concede vislumbrar de algún modo su belleza oculta, el esplendor de su majestad… Todos los que te miran serán sostenidos por tu belleza. Alabado sea tu esplendor”. Miremos a Jesús, luz del mundo. Él ilumina todas las oscuridades de la vida, lleva al hombre a vivir como “hijo de la luz” y proclama: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Es necesario acercarnos a Él como el “ciego de nacimiento” (cf. Jn 9,1-41), para que nos abra los ojos. La bienaventuranza de los limpios de corazón consiste en la promesa de ver a Dios, anhelo supremo del creyente. Ver a Dios no es una experiencia física, no significa verlo simplemente con nuestros ojos de carne como se mira un objeto que se tiene delante: ver a Dios significa vivir en su presencia, estar en su intimidad, gozar de él, conocerlo por experiencia viva y personal. Para esta visión es necesario preparase a lo largo de toda la peregrinación terrena, aprendiendo de quienes nos han precedido en el camino de la fe hacia la visión, aprendiendo de Jesús, y suplicándole, como el ciego de Jericó: “¡Señor, que vea otra vez!” (Lc 18,41). Pues ¡todos somos aquel ciego! Las diferencias entre unos y otros no las establece la ceguera padecida, sino la conciencia que se tiene de ella, pues unos saben y reconocen que no ven, mientras otros, aunque son ciegos, dicen que ven.
Al evangelista Juan la imagen de la luz y las tinieblas le es especialmente querida y a ella recurre una y otra vez ya desde el mismo prólogo del Evangelio: “Y la luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió” (Jn 1,5). La experiencia del “ciego de nacimiento”, encuentro con Jesús y su curación, no es la narración de un milagro más, sino parábola en acción de la confrontación dramática entre la luz, que es Cristo, y las tinieblas que se resisten a dejarse fundir por ella. En efecto, el punto central de este pasaje consiste en mostrar que Jesús es el Hijo del Padre y Luz del mundo. San Agustín comenta en relación a esta página que el ciego representa al género humano. A todos nos afecta la ceguera. Ciegos a la luz, a la belleza, y también a nosotros mismos, encubriendo nuestra verdad íntima. Pero la ceguera más honda, la más desgraciada, es la de ser ciegos a la luz que es Él, el Señor. Porque el ver, el verdadero ver, es inseparable del dirigir la mirada, de saber y querer mirar, y eso es elección del espíritu, de la libertad. Pero ¡son tantas las veces que nuestra mirada no es nuestra sino que está condicionada! Vemos y miramos, muchas veces, lo que otros, la imposición mediática o incluso nosotros mismos y nuestros propios intereses ocultos o callados, nos dicen que miremos. Miradas superficiales que sólo ven las apariencias, pero no el corazón. “Lo esencial es invisible a los ojos… Sólo se ve bien con el corazón”1.
La aportación de la Vida Contemplativa
La aportación que el cristiano, y más en particular la vida contemplativa, puede hacer a la Iglesia en el tiempo que nos toca vivir, es ayudar al “pueblo de Dios” en su peregrinación espiritual en medio del drama humano. No podemos negar en modo alguno esta realidad. Debemos acompañar a nuestros hermanos de peregrinación acercándonos a ellos, partiendo del lugar-situación donde se encuentra la gente, como lo hizo Jesús “el primer día de la semana” con los dos de Emaús (cf. Lc 24,13-32). Samuel Beckett escribió que “la tarea del artista consiste en encontrar una forma en que tenga cabida el caos”2. También esa es tarea primordial de la persona contemplativa que se ejercita en mirar con los ojos de Dios la humanidad y la realidad creada, hasta ver lo invisible (cf. Hb 11,27), o sea la acción de la presencia de Dios, siempre inefable y sólo visible a través de la fe.
Los contemplativos deben acompañar a los peregrinos de la fe en su viaje, en su búsqueda del bien, la verdad y la belleza, y en su caminar hacia “nuestro país lejano”. No basta con hablar sobre estas cosas. En este caso, las palabras serán vacías. Deben vivir de tal modo que las comunidades sean claramente un espacio donde se sienta la pasión de Dios y se disfrute de la bondad y belleza de la naturaleza como lo fue a los ojos del Creador (Cf. Gn 1,31). Mantener en todo momento esa mirada contemplativa, la mirada de fe, hará ver siempre el mundo con gratitud y como una bendición, entonando cada cual su propio: “Alabado seas, mi Señor”.
Encomendando a los diocesanos a vuestra oración, y teniéndoos muy presentes en la mía, os saluda con afecto y bendice en el Señor,
+ Julián Barrio Barrio,
Arzobispo de Santiago de Compostela.
1 Cf. A. DE SAINT-EXUPÉRY, El principito.
2 T. RADCLIFFE, Ser Cristianos en el siglo XXI, Santander 2011, 158.
1 FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 50.
2 SAN AGUSTIN, Confesiones, XIII. 34.
3 R. ROLHEISER, Orar-Para ver la Gloria de Dios en la Humanidad: www.ciudaredonda.org (diciembre 2011)
1 Cf. G. K. CHESTERTON, San Francisco de Asís, Cobel Ediciones, 2013, 90.