Una experiencia de trabajo del Centro de Orientación Familiar Diocesano
1. ¿QUÉ ES ESTA GUÍA?
2. OJOS QUE VEN… LOS ROSTROS DE LA FRAGILIDAD
3. DISCENIR: LA INTELIGENCIA DEL CORAZÓN
3.1. NO TODOS LOS GATOS SON PARDOS
3.2. LA OTRA CARA DE UN DIVORCIO
3.3. DIVORCIADOS: ORIENTAR LA RESPONSABILIDAD
4. ¿CÓMO HACER?
4.1. ACOGER, NO JUZGAR
4.2. ANTES DE “ARREGLARLO”, ESCUCHAR Y DISCERNIR
4.3. ACOMPAÑAR PARA INTEGRAR
4.4. CUANDO HAY QUE DERIVAR
4.4.1. PASTORAL JUDICIAL
4.4.2. COF: SERVICIO PROFESIONAL A LAS FAMILIAS
1. ¿QUÉ ES ESTA GUÍA?
Lo que vas a leer es solo un recurso para tu labor pastoral. Detrás de sus páginas está el trabajo con familias del Centro de Orientación Familiar de nuestra diócesis, teniendo en cuenta sus demandas y algunas herramientas utilizadas, y la colaboración con algunas vicarias judiciales. Es un intento por concretar lo propuesto en Amoris Laetitia, capítulo 8. Lo contextualizarás mejor si ya has leído esta Exhortación Apostólica.
Aquí reconocerás algunas claves para la pastoral con quienes se encuentran en las llamadas situaciones “irregulares”: parejas que conviven, matrimonios civiles, divorciados vueltos a casar, familias reconstituidas, etc. La inercia lleva a verlos fuera de la Iglesia y al margen de la tarea pastoral. De forma espontánea, los que se divorcian o conviven dan por hecho que están excluidos de la Iglesia. Imaginan lo que les vamos a decir y se "van”. ¡Así de “simple”! Es una creencia muy extendida: los divorciados en nueva unión o los que conviven sin matrimonio están por ello mismo “fuera” de la Iglesia. Paradójicamente, dicha creencia pervive a pesar del propio Magisterio. Pero, ¿cómo encauzar y concretar su enseñanza? ¿Y cómo seguir alentando en ellos el Evangelio, acompañar sus necesidades e integrarlos en la vida y actividad de nuestras comunidades? ¿Qué experiencias de integración podemos llevar a cabo? Todo esto supone un reto relativamente nuevo y complejo para todos.
No encontrarás en esta guía ninguna síntesis de tipo doctrinal ni una valoración moral, como tampoco cuestiones relativas al acceso a los sacramentos. Respecto a todo ello el Magisterio y la teología ya ofrecen pautas. Tampoco encontrarás aquí un vademécum con “soluciones” ad hoc. A veces lo urgente descuida lo importante. Por tu experiencia, ya sabes que las fórmulas no están en la realidad, ni lo que viven las personas cabe en recetas.
Si te sirves de este “mapa” como tal podrá serte útil. Si lo lees como un formulario o si esperas encontrar en él respuestas concretas a preguntas genéricas te defraudará. Le sacarás más provecho si estás ya trabajando con estas situaciones familiares: la experiencia se entiende desde la implicación. Por eso, esta guía necesita la complicidad de tu olfato pastoral y de tu discernimiento. Si tienes la paciencia para leerla entera, podrá ayudarte a responderte a tus preguntas y también a dilucidar otras nuevas que quizá no te hacías antes.
Sobre esto no hay duda: el matrimonio cristiano constituye el ideal querido por Dios para la familia. No hay un Evangelio “por tallas”. Quienes celebran sus bodas de oro o diamante son ejemplos vivos de lo que, de lejos, parece utópico, pero es real. Por eso, muchos matrimonios, que son todo un ejemplo, están a salvo de la problemática que motiva esta guía. Sin embargo, el contexto y finalidad de estas páginas es diferente, el capítulo VIII de Amoris Laetitia: Acompañar, discernir e integrar la fragilidad. La exhortación nos dice que para el Evangelio 1 puede valer más que 99. Son otras matemáticas. Desde arriba las cosas parecen mucho más sencillas, pero desde abajo estamos a la altura del hermano, que es imagen de Dios.
Esta guía no evita tu reflexión sobre la Exhortación Apostólica, tan solo intenta concretar y aplicar algunas de sus claves en relación a tu trabajo pastoral. La última palabra la tienes tú: a ti te corresponde acompañar a las personas en su discernimiento. El Papa no ha querido proponer una nueva normativa aplicable en general a todos los casos. Las personas no son casos.
2. OJOS QUE VEN… LOS ROSTROS DE LA FRAGILIDAD
Formas de convivencia que ayer eran excepción hoy son comunes, lo sabemos. Esto supone un reto muy complejo para nuestra pastoral. Por otro lado, se tiende a considerar que lo mejor es que todas las relaciones de pareja terminen en matrimonio, y además, todas por la Iglesia. Sin embargo, la experiencia de matrimonios canónicos que nunca llegaron a ser comunidad de vida y amor conyugal cuestiona esta intención. Casarse requiere decisión y generosidad, pero también un discernimiento previo por parte de la pareja. A veces, el ¿por qué no os casáis? puede ser una pregunta desafortunada. Ahora bien, ¿cómo promover el valor del matrimonio cristiano y al mismo tiempo ayudar a discernir su vocación?
Por otro lado, teniendo en cuenta las denominadas situaciones “irregulares”, ¿cuáles son los rostros concretos que vamos encontrando en ellas? En el trabajo del COF reconocemos estos:
a) Hijos que han de rehacer su mapa afectivo y familiar ante el divorcio o separación de sus padres. Son víctimas de conflictos que no comprenden, por más que a veces se quiera imaginar que por ser menores su sufrimiento también es menor. Sin embargo, los niños escuchan con los ojos. En estas situaciones pueden llegar a sufrir manipulación, consciente o no, de uno o ambos padres. Además, los temores de los hijos pueden parecer mudos, pero, en realidad, son gritos silenciosos. Problemas escolares, de conducta o de salud son a veces la punta del iceberg. Todas estas realidades también se dan con hijos de matrimonios en crisis. ¿Quién pone aceite en sus heridas? ¿Quién les explica lo que está sucediendo en casa de forma que puedan asimilarlo?
En los momentos en que más necesitan sentir la unión de sus padres experimentan más visiblemente su distancia. No es extraño ver en la celebración de algunos sacramentos, a veces, cada padre, en su banco, con su nueva pareja y familia. Sin embargo, los hijos deben tener la prioridad. Prevalece el derecho de cada niño a estar acompañado por sus dos padres. Las diferencias entre estos no tienen por qué pagarlas los hijos.
b) Padres y madres, protagonistas de separaciones y divorcios que arrastran una historia que no se aprecia fácilmente desde fuera. Separados o divorciados, tienen que ponerse de acuerdo entre sí para seguir responsabilizándose de sus hijos. Sin embargo, esta responsabilidad no “cabe” en una sentencia judicial. Se nos plantea: ¿cómo mantener los vínculos parentales cuando se llega al divorcio?
c) Los abuelos. Las crisis no afectan solo a sus protagonistas, sino que repercuten en toda la familia. Se ven sobrepasados y muchas veces entre la espada y la pared. Ellos son la generación más sensible a la fe. Vemos su implicación en la catequesis y en los sacramentos, supliendo el deber de los padres, con más o menos apoyo por parte de estos. En el COF nos presentan la sobrecarga de tareas con sus nietos y los problemas de conciencia que les comporta.
¿Cómo apoyarlos en un contexto familiar que normaliza lo que no siempre es evangélico? ¿Tendrán que elegir entre su fe y el amor a sus hijos y a las parejas de estos?
d) Matrimonios civiles y parejas en convivencia que desearían vivir y compartir su fe, pero no acaban de encontrar espacio en nuestras comunidades o posponen la celebración sacramental por distintas circunstancias: laborales, prejuicios, desidia, presiones… La experiencia pastoral nos dice que ante momentos cruciales de sus vidas necesitan esclarecer su fe y demandan los sacramentos. En nuestra pastoral, ¿cómo ofrecer con respeto el matrimonio canónico a fin de que puedan ser acompañados en un proceso hacia el sacramento? ¿Cómo construir un diálogo y una relación que venza prejuicios en nosotros y en ellos? Por supuesto, tenemos también la experiencia de quienes decidieron dar el paso de completar su unión por el sacramento. Su testimonio estimula la fe de nuestras comunidades.
e) Matrimonios para quienes convivir se convirtió en una losa. No tanto por los problemas habituales que se dan en todas las familias, sino por la dificultad de “sobrevivir” en el día a día: distintas formas de violencia en la relación conyugal y familiar, dificultades de adaptación respecto de o a causa de las familias de origen de cada uno, “choques” con los hijos, tensiones que despiertan y alimentan problemática psicológica, alianzas entre uno de los padres con alguno de los hijos… ¿Qué hacer para que se comuniquen de otro modo y puedan llegar a acuerdos, de modo que sus conflictos no crezcan en escalada precipitando un divorcio? Junto a la certeza de que el matrimonio sacramental es, para los bautizados que quieren vivir su fe, la forma querida por Dios, la realidad y la exhortación dicen que, agotados todos los intentos de reconciliación, en ciertas situaciones de conflicto la separación no solo es inevitable, sino moralmente necesaria. Ahora bien, ¿cómo discernir estas situaciones? ¿Y cómo ser samaritano con sus protagonistas?
f) Personas que tienen la certeza moral de que su relación nunca llegó a ser matrimonio. Detrás de estas biografías muchas veces hay años de sufrimiento en silencio, problemas de conciencia, necesidad de encontrar paz y equilibrio afectivo y sentirse reconciliados con la Iglesia. ¿Cómo ayudarlos en el conflicto interno que sufren como creyentes? ¿Cómo vencer tópicos y prejuicios relativos a la nulidad? En el caso de que decidan plantearla, ¿qué hacer para que el tiempo de respuesta y el mismo proceso no sean un sufrimiento añadido?
3. DISCENIR: LA INTELIGENCIA DEL CORAZÓN
3.1. No todos los gatos son pardos
Reconocer matices y “escala de grises” siempre exige esfuerzo. En el fondo, juzgar es un instinto demasiado “humano”. Es un atajo. Ahorra el trabajo de pararse y percatarse de la realidad que hay en las personas. Este juicio según la carne nos deja en la cómoda superficie, a las puertas de sus vidas, sin elementos para un discernimiento y, lo que es peor, sin el Evangelio. Por si fuera poco, este juicio se confirma cuando los divorciados, casados civilmente o convivientes, se autoexcluyen de la práctica de la fe y se alejan de nuestras comunidades, como si de forma automática y silenciosa se supiesen no-cristianos. Al final, se termina alimentando un círculo vicioso: al no participar más en la vida de nuestras parroquias y templos no están “dentro” de la Iglesia, por lo que tampoco entran en nuestro horizonte pastoral. La autoprofecía se cumple, por desgracia…
Quien ve de cerca la realidad de cada casa distingue que “la gente” no casada sacramentalmente no responde a una etiqueta uniforme ni a casos dentro de una categoría moral. Son, sencillamente, personas concretas. Es posible que estén viviendo valores propios del matrimonio sacramental e incluso un compromiso cristiano: ayuda mutua entre los cónyuges, compromiso y cariño por los hijos, sexualidad como expresión de amor, perdón mutuo, preocupación y cuidado de sus mayores, compromiso hacia los más empobrecidos. Por esto mismo, mera convivencia, matrimonio civil, nueva unión tras un divorcio no tienen por qué denotar de sus protagonistas irresponsabilidad, falta de compromiso, privación de la gracia santificante, etc. Sus protagonistas vienen de experiencias que no conocemos; no sabemos qué ayudas y testimonios necesitaban para poder descubrir el matrimonio como sacramento; quizás humanamente no han podido hacer más por salvar su matrimonio; o, tal vez, pudieron haber sufrido injustamente el divorcio.
Por otro lado, la experiencia de acompañamiento en nulidades matrimoniales avisa de que no siempre a todos los matrimonios canónicos les precede un proyecto de vida común. En estos casos, ¿qué les ha aportado el noviazgo, si realmente lo hubo, o la ya prácticamente generalizada convivencia? En el trabajo con ellos se constata que, aun con la mejor intención, imaginaron que el estar enamorados iba a ser un estado de gracia permanente y que la relación funcionaría por sí misma. Que era lo mismo sentir atracción por el otro y sus cualidades y valores que amarlo. Supusieron que el “amor” disolvería las diferencias personales, dando por hecho que el tiempo borraría desacuerdos que ya asomaron durante el noviazgo o la convivencia. Las prisas –el llamado “reloj biológico”-, las presiones externas por ser de una vez padres, el tener que “encauzar” o “arreglar” por fin la propia vida, o la exigencia de responder a expectativas de la familia de origen –incluidas las sociales y económicas- favorecieron el matrimonio… nulo. En realidad, en cada pareja están confluyendo dos “casas” distintas, con sus formas de ser, sus rutinas, sus valores, sus celebraciones y valores familiares, etc. No debería sorprendernos: los padres de cada cónyuge siguen siendo padres y estos, sus hijos…
3.2. La otra cara de un divorcio
Abundan libros de autoayuda con consejos y recetas para evitar sufrimiento a los que se divorcian. Sin embargo, de puertas para adentro, suele haber una experiencia dolorosa, al menos, por sus motivos. Puede estar precedido durante años de sentimientos de rabia, conflicto interno, sensación de fracaso, engaño, manipulación, disputas familiares, etc. Detrás de estas situaciones hay dos familias que sufren. El divorcio no es “gratis” emocionalmente. De hecho, tras la muerte de un familiar, es de los factores que más predisponen a la depresión. Promovido como la solución definitiva al sufrimiento, añade, además, su propia problemática.
En ciertos casos, como las situaciones irreversibles de abuso e injusticia, la separación e incluso el divorcio pueden ser, junto a otras medidas legales, la única alternativa para el bien de la familia. En el trabajo de acompañamiento a matrimonios con graves dificultades se constata que lo económico, las relaciones sexuales, las respectivas familias de origen e incluso la misma relación con los hijos llegan a manipularse en beneficio propio. El divorcio o la separación son la última parada de unas relaciones en las que nunca llegó a haber una auténtica comunidad de vida y amor.
Es frecuente que mientras uno de los cónyuges propone el divorcio el otro se resista, hasta que acaba aceptándolo. A partir de ese momento, una vez percibido por ambos como inevitable, se lleva a cabo, en ocasiones de común acuerdo. Otras veces, en cambio, por vía contenciosa, con mayor sufrimiento para toda la familia, especialmente para los hijos. Sin embargo, una sentencia judicial no puede decidir los vínculos familiares. ¿Puede disolverse una familia? Estas situaciones pueden prevenirse cuando los cónyuges aceptan ayuda a tiempo o una mediación familiar por el bien de sus hijos, no porque lo mande un juez, sino por voluntad propia. En este caso, la herida familiar es menor y, aunque se produzca el divorcio, los vínculos familiares se mantienen.
Cualquiera de los dos cónyuges, tanto quien promovió el divorcio como quien se resistió a él, pudieron haberlo sufrido injustamente. No es tan sencillo. Ni siquiera se puede prejuzgar la responsabilidad de la ruptura únicamente por parte de quien tomó la iniciativa. Se dan casos de faltas de respeto reiteradas durante años hacia el cónyuge, que, no pudiendo soportarlo más y pensando en el bien de sus hijos, decide, a su pesar, presentar demanda de divorcio. No es tan extraño que sea incluso el cónyuge que durante años puso más interés en salvar su matrimonio. Situaciones de infidelidad mantenida y de humillaciones son reales. Violencias de todo tipo, y no solo la machista o de género, son también una realidad. Por eso, no siempre el que propone la separación o el divorcio es quien está rompiendo el matrimonio.
En estas situaciones, el victimario suele reaccionar minimizando los problemas, justificando o quitando importancia al daño que provoca en el cónyuge o en los hijos, culpando al otro y resistiéndose a la ruptura, pero no por el bien de la familia, sino por mantener una situación de ventaja o por interés de algún otro tipo. De todas formas, la realidad es aún más compleja, y no siempre entra en una dicotomía víctima/victimario o bueno/malo. Las causas de los problemas de convivencia en el matrimonio suelen ser circulares. Generalizar es muy atrevido. Por otro lado, algunos hijos son “máster en chantaje familiar”, poniendo a prueba la unidad de criterios de sus padres. Y viceversa: la falta de estabilidad en la relación conyugal acarrea falta de criterios de crianza.
En todo caso, quien ha sufrido injustamente la ruptura de su matrimonio no debería sufrir doblemente en su fe. La Iglesia no puede darle la espalda. Precisamente es en esos momentos cuando más apoyo necesita y, por supuesto, si es creyente, el de su fe. No solo en su fuero interno, por ejemplo, con la oración, sino también con la acogida, el apoyo y la participación activa en la vida de comunidad parroquial, si es el caso, de la que nunca dejó de ser miembro. El Papa llama a revisar las diferentes mentalidades de exclusión hasta ahora vigentes. Es una tarea pendiente en la Iglesia. En cualquier caso, la persona divorciada necesita una comunidad que no le dé la espalda por el hecho de serlo. Habrá que encontrar cauces concretos que la ayuden a sentirse acogida y no juzgada o discriminada.
Todos los caminos de la Iglesia conducen al hombre tal como es en su singularidad y circunstancias familiares y sociales. En este hombre único y real con respeto y profunda estima por lo que él mismo ha elaborado en su vida” y por lo que el Espíritu ha obrado libérrimamente en él, es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el camino de su misión.
3.3. Divorciados: orientar la responsabilidad
Amoris Laetitia ofrece criterios para la acogida e integración en la vida de la Iglesia de los divorciados vueltos a casar. Se trata de un reto en nuestra pastoral sin apenas experiencias. Nos invita a un discernimiento que no suponga daño para la comunidad, ni para su propia fe. No obstante, el peor daño para todos es la marginación y la falta de acogida, sobre todo para los hijos.
Una vez más, cada caso es único. El Papa no piensa desde las categorías o desde la casuística, sino teniendo en cuenta cada situación. No pretende dar soluciones genéricas. No se puede “sobrevolar” la realidad que estén viviendo los divorciados vueltos a casar ni la historia familiar de la que vienen, sobre todo cuando la nueva unión, con o sin matrimonio civil, está consolidada en el tiempo. Este hecho es un indicador de estabilidad y fidelidad respecto a la nueva pareja. Además, esta relación en muchos casos les hace ser padres de nuevo. Aun reconociendo que sus vidas no se corresponden totalmente con el Evangelio, algunos no podrían desentenderse de esta nueva realidad familiar sin dañar a sus hijos.
De nuevo necesitamos que el juicio deje espacio al discernimiento. Muchas circunstancias pueden sernos desconocidas: ¿Sabemos si intentaron lo imposible por salvar su matrimonio? ¿Entendían, según su conciencia, que su matrimonio nunca llegó a ser válido? ¿Sufrieron injustamente abandono en su matrimonio? ¿En qué medida influyó el volver a ser padres y el bien de los nuevos hijos para dar el paso hacia una nueva unión? Es más rápido y fácil juzgar, pero la llamada es a discernir y acompañar.
Por supuesto, estamos ante realidades distintas en las que diferenciar si la irresponsabilidad y el egoísmo son o no la constante. Sin embargo, si ese no es el caso, ¿cómo pueden encontrar en nuestro acompañamiento un contexto de acogida y comprensión en el que puedan ante sí y ante Dios poner palabra a lo que han vivido? Ayudándolos a expresar lo que les quema por dentro, construyendo un diálogo –no un interrogatorio- que les permita, desde el examen de conciencia, la reflexión y el arrepentimiento, reconocer errores cometidos en el camino de la ruptura matrimonial. Este discernimiento fomenta su responsabilidad y madurez y los ayuda a cicatrizar heridas abiertas, también las provocadas a terceros. Poder hacer este discernimiento con nosotros dependerá del vínculo que previamente hayamos establecido con ellos. Si es de respeto y de acogida incondicional, los ayudaremos en este proceso; en cambio, si es solo puntual en una sola conversación, será inconsistente; pero si es de escudriñamiento para juzgarlas, será humillante, abandonándolos a sus sentimientos de culpa. Este no es el camino para que se responsabilicen de sí mismos y de sus familias. No se trata de hacerlos sentir culpables, sino de promover su conciencia para que crezcan. Lo primero y más importante es siempre buscar el bien de cada persona, como vemos en el Evangelio.
En el acompañamiento, ¿cómo promover su crecimiento como personas y como cristianos? Mirando hacia quienes más pudieron sufrir por sus actitudes: los niños, el que es el padre o madre de sus hijos y las familias de ambos. Además, siendo creyentes, hacia los más jóvenes, que proyectan desde la fe iniciar su matrimonio. Las dudas que los novios puedan tener vienen a veces de estas situaciones que conocen.
El Papa no cierra la puerta a que las personas en “situaciones irregulares” accedan a los sacramentos, pero hemos de entender que no es esa en sí la razón del acompañamiento. El tema del acompañamiento a las personas en “situaciones irregulares” es un recorrido que se debe hacer porque la persona lo necesita, lo merece, para que esta pueda comprender su situación, su “vida espiritual”, “resituarse”. A partir de ahí, se verá cómo la persona puede continuar su camino cristiano desde su situación real y concreta, en conciencia, y con todas sus limitaciones, dentro la vocación universal a crecer en el amor.
4. ¿CÓMO HACER?
Recuerda: las recetas, como las palabras bonitas, no funcionan… ¡afortunadamente! Una herramienta es válida dependiendo de cómo se utilice, al igual que las palabras. Si promueven el crecimiento y la conciencia de las personas, es que las hemos utilizado bien.
4.1. Acoger, no juzgar
Acoger no es mirar a otro lado. Esto generaría, además de daño en la comunidad, la percepción en ellos de que no se les toma en serio. Acoger es ayudar a que cada persona, haciendo silencio interior, pueda reconocer el susurro de su conciencia para poder volver a sentirse responsable de su vida y miembro activo de la Iglesia a la que pertenece. Acoger exige un esfuerzo, un vaciado, es una actitud consciente y decidida que nace de la fe. No es predicar ni dar consejos de experto. Tampoco permanecer inactivos y en mero silencio o complacencia. Acoger exige preparación y trabajo interior. Quien acoge está “diciendo algo”, aunque no utilice palabras. Cede el paso. Como en la carretera. El otro tiene preferencia y es el protagonista. Ahora bien, para quien quiera hacerlo es imprescindible acallar lo que en el momento le está diciendo la cabeza. Es como un conductor de autobús. Por suerte, aunque no puede dejar de oír las voces y ruidos de los pasajeros, no se para a escucharlos. Esas son las voces interiores: juicios, valoraciones, suspicacias, los “ya sé lo que me va a decir”, que vienen a la cabeza. Es prácticamente imposible que la mente deje de fabricarlas, ¡es su especialidad!, pero depende de una actitud consciente pararse a escucharlas o no, para no hacer más caso a lo que nos decimos a nosotros mismos que a lo que nos intenta comunicar el otro.
Nadie vive el Padrenuestro el día que lo aprendió de memoria. Lleva toda la vida. En las situaciones denominadas “irregulares”, las personas necesitan tiempo para perdonarse y perdonar a los demás, tiempo para acoger el perdón y cambiar. Es la ley de la gradualidad: hacia Jesús avanzamos siempre paso a paso. Se necesita tiempo, humildad, disciplina e inmensa paciencia. Pero la realidad dice que “un viaje de mil kilómetros empieza con el primer paso”.
Obsérvalo: cuando las personas se sienten juzgadas, espontáneamente cierran la puerta de su corazón. Podrán descubrirnos conductas y comportamientos para someterlos a nuestro parecer, pero no compartirán con nosotros su vida, ni lo que están sintiendo realmente, puesto que no experimentan la acogida.
En las llamadas situaciones “irregulares”, sus protagonistas imaginan saber “lo que dice la Iglesia”. Quizá por este prejuicio llaman a otras puertas. No es doctrina o una charla personalizada lo que están necesitando, sino alguien que los acoja sin condiciones, alguien que camine a su lado. No tengas miedo: acoger no es dar por bueno sin más cualquier cosa, sino entender que la persona es lo primero.
Acoger exige una actitud, humildad, y dos elementos, tiempo y espacio. Situaciones tan delicadas y personales precisan de un clima y espacio de confidencialidad, donde las personas se sientan seguras y acogidas. No se necesita un despacho de caoba. Pararse y dedicarles tiempo es el mejor mensaje. No llama a tu puerta un caso o un problema, sino tu hermano, de carne y hueso. No es lo mismo atender a alguien de pie que estar con la persona sentado y sin otras distracciones, como el móvil, para dedicarle tiempo. Es necesario acoger como nos gustaría que nos acogiesen.
Cuelga el traje de “salvador”, “juez”, o “experto”. Valora antes que nada la relación que tú como persona estableces con las personas. Las familias no deberían encontrar en nosotros “técnicos”, sino alguien de carne y hueso como ellos. Piénsalo, ¿sabes por lo que han pasado? ¿Conoces las cartas que les ha dado la vida? ¿Sabes lo que han intentado? No somos los “profesionales de la salvación”, sino creyentes, pastores y testigos, testigos de que, de un modo solo conocido por Dios, Él hace partícipe a cada persona de su amor. Para cuando nosotros llegamos a la vida de las personas, antes Alguien ha llegado ya a ellas. Todos caminamos, en el mismo camino, desde nuestras propias limitaciones.
No juzguéis y no seréis juzgados.
Hace falta descalzarse para entrar en la tierra sagrada del otro.
4.2. Antes de “arreglarlo”, escuchar y discernir
Normalmente, cuando las personas vienen a plantearnos su problemática nos colocan en un escenario ya acabado: esto o lo otro. Es lógico que su bloqueo emocional no les deje ver opciones y alternativas. El sufrimiento reduce y limita la perspectiva. Desde ahí nos preguntan pidiendo un consejo, y hasta la solución, después de muchos intentos fallidos. Si nos dejamos llevar por el impulso de ayudar, respondemos inmediatamente aconsejando. Todos contentos… Pero nuestra buena intención puede ser tan útil como el tiempo que duren nuestras palabras…
Quien está sufriendo una crisis familiar suele preguntarnos: ¿Qué hago? ¿Qué me aconsejas? Es importante darse cuenta de que quien está preguntando es la impotencia, el bloqueo, la desesperación. Hasta que la persona pueda respirar es difícil que cualquier palabra sea escuchada y eficaz. Tampoco nosotros discernimos con claridad. ¡Claro que no es fácil! ¿Cómo no estar bloqueado cuando duele la familia? La escucha y el que no se sientan juzgadas no arreglarán las cosas, pero crea al menos un contexto para que la persona comprenda mejor su situación y pueda decirse a sí misma lo que siente y vive. Es claro: cuando el mar se serena se ve mejor el fondo: la perspectiva da objetividad y ayuda a sanar.
A veces recurren a nosotros no tanto para que les demos consejo, sino simplemente para desahogarse. Siempre necesitamos entender para qué nos comentan su situación. ¿Cómo saberlo? A través de la única “fórmula mágica”: preguntándolo. Es muy importante saber hacerlo: con delicadeza y con eficacia.
Para escuchar se necesita un corazón capaz de discernir. No quedarse en la polaridad del todo o nada, reconocer los matices en la complejidad humana y que, junto a retrocesos y ambivalencias, hay también posibilidades que alentar. Trigo y cizaña crecen juntos. Para escuchar bien necesitamos ser “ambidiestros”: sencillos y sagaces. La sencillez, para poder acoger sin juzgar, ponerse en el lugar del otro, comprendiendo la situación en la que está la persona. La sagacidad, para discernir lo que le está haciendo crecer y madurar de lo que no lo hace, lo que es voluntad de Dios de lo que es solo deseo propio.
Escuchar bien es sembrar, esperar y cosechar. Generar un diálogo de ida y vuelta que ayude al otro a discernir desde el Evangelio sus propias actitudes. Para eso necesita tiempo y el otro tiene unos tiempos que no son los nuestros. La escucha es eficaz cuando genera comunicación, algo que siempre es de ida y vuelta. Por eso, para escuchar no basta con oír lo que se nos dice, o no interrumpir. Tampoco es dejar hablar mientras pensamos qué responder o qué consejo vamos a dar. Esto es fundamental, pero insuficiente.
En realidad, nuestra manera de estar ante quien nos requiere es ya todo un lenguaje. A veces podemos sentirnos presionados cuando se espere de nosotros la “solución”, pero acompañar supone que también nuestros tiempos sean respetados. En la espera la persona madura. La tentación es dar soluciones, respondiendo como si siempre tuviéramos la respuesta, anulando así la responsabilidad y la conciencia del otro. Sin embargo, cuesta soportar los silencios y tal vez nos exigimos “salvar” a los demás. Con todo, esos silencios, son la oportunidad para que la persona madure y reflexione hacia dónde orientar sus pasos.
Los problemas familiares afectan de distinta forma a cada miembro de la familia. Cuando alguien nos los plantea, está sobre todo expresando cómo los está viviendo en primera persona. Pero la realidad familiar es más compleja. Siempre hay un “ángulo muerto”, como en el espejo del coche. Cada familia es una constelación de relaciones con circunstancias muy concretas que quizá ignoramos: económicas, de salud, de relación, secretos familiares, alianzas, etc. Por eso, es necesario el discernimiento y la prudencia antes de hacernos una idea y aconsejar nada.
El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre Él, dejando que hable solo el amor. Sabe que Dios es amor y que se hace presente justo en los momentos en que no se hace más que amar.
Manzanas de oro en bandejas de plata son las palabras dichas a tiempo.
4.3. Acompañar para integrar
Las familias no deberían encontrar en nosotros especialistas que no quieren muchas complicaciones. Necesitan encontrarse con alguien de carne y hueso como ellos, que no se refugie tras un rol. Si queremos “salvar” a todo el mundo en general no estaremos cerca de nadie en concreto. Lo íntimo de cada persona solo se revela ante otra, no ante un funcionario.
Habrá veces que no sepamos qué hacer y veamos que la situación, por su complejidad, nos desborda. Tendremos que derivar a quien pueda ayudarlos. No hay por qué saber de todo.
El acompañamiento es pleno cuando contribuye a integrar en la comunidad, en la Iglesia. La comunidad es su contexto. En estas situaciones se necesita que todos los que somos sus piedras vivas pongamos de nuestra parte. Como pastores, hemos de estar atentos para no apagar el pábilo vacilante, ni crear situaciones de privilegio o excepción que puedan dañar o causar escándalo a nuestras comunidades. Los divorciados vueltos a casar han de ser conscientes de que su situación no puede presentarse a la comunidad como el ideal cristiano. La comunidad eclesial ha de ejercitarse en la experiencia de la acogida en lugar de la del juicio y la murmuración, más propias del hermano mayor de la parábola. Todos hemos de vivir y practicar la misericordia.
Ahora bien, ¿qué cauces concretos hay en nuestras comunidades para que puedan participar activamente en ellas los que viven en las llamadas situaciones “irregulares”? ¿Qué se puede hacer para que esto no quede en palabras y no se sientan marginados?
4.4. Cuando la situación te pueda, deriva
Ante algunas situaciones necesitaremos ayuda, bien porque podemos estar ante una posible nulidad matrimonial y en ese caso derivaremos al Centro de Orientación Familiar Diocesano o al Tribunal Eclesiástico, bien porque la complejidad de la problemática familiar nos desborda y en este caso es recomendable derivarlos a los profesionales del COF.
4.4.1. Pastoral Judicial
Cuando la problemática es grave y ya viene desde la misma boda o incluso de antes y se mantuvo en el tiempo, deberíamos discernir con los cónyuges la posibilidad de que su matrimonio haya sido nulo. Para muchos, esta es una opción que espontáneamente no se contempla, por lo que el discernimiento sobre el particular es importante. Si los dos cónyuges o uno de ellos, tras reflexionarlo, así lo entienden, los remitiremos al COF o al Tribunal Eclesiástico. El Papa ha posibilitado una vía para agilizar el proceso de nulidad para situaciones muy concretas. Tiene sus condiciones: que ambos cónyuges estén de acuerdo en presentar demanda de nulidad y que los motivos que aleguen reflejen hechos de especial gravedad, o sea, que estemos ante una “nulidad manifiesta”.
En el procedimiento ordinario, iniciado el proceso de nulidad, los dos cónyuges o uno de ellos pueden ser derivados al Centro de Orientación Familiar Diocesano a fin de que este realice un acompañamiento en varias sesiones, en el que se trabajan las relaciones familiares a lo largo de la convivencia matrimonial. Obviamente, la declaración de nulidad es competencia exclusiva del Tribunal. En este acompañamiento en el COF se valora con ellos, o con uno de los dos, el tiempo de noviazgo, la relación conyugal vivida, así como su relación con los hijos –cuando los hubo- y la mantenida con las familias de cada uno de los cónyuges. Tras una declaración de nulidad el Obispo suele imponer un veto a ambos o a uno de los cónyuges para que puedan contraer en el futuro matrimonio canónico. No es un “castigo” sino una ayuda para que, plenamente conscientes de los motivos que causaron la nulidad, eviten que se repitan, y de esta forma se proteja a la nueva pareja que quiere contraer matrimonio, asegurando la consistencia de su compromiso. Además, con los profesionales del COF, en varias sesiones espaciadas en el tiempo, madurarán su proyecto de familia. De todos modos, dentro del proceso de acompañamiento, la nulidad matrimonial puede ser un paso adelante en la vida de muchas personas, pero no tiene por qué ser así necesariamente en todos los casos. La vida cristiana no es reducible a aspectos jurídicos.
4.4.2. COF: Servicio Profesional a las familias
Cuando la problemática familiar va más allá de un desacuerdo o problema puntual, los remitiremos a los profesionales del COF. De esta forma, antes de que la crisis se agrave, crezca el conflicto y se tomen decisiones precipitadas, desde el Centro se trabaja con las familias para que se produzcan cambios en beneficio de todos: de los cónyuges, de los padres, de los hijos, y por tanto, de toda la familia. Aun en el caso de que la crisis familiar fuese más profunda y se hayan agotado todas las vías de reconciliación y el proceso de divorcio se hubiese iniciado o se hubiera llevado a término, el COF también ayudará al fortalecimiento de los vínculos familiares.