Como viene siendo tradicional al comenzar los Años Jubilares Compostelanos, el Nuncio de Su Santidad en España presidió la Misa del Peregrino en la SAMI Catedral, el 1 de enero. Estuvo acompañado del Sr. Arzobispo.
Homilía de S.E.R. Mons. Bernadito C. Auza, Nuncio Apostólico
Excelencia Reverendísima, Monseñor Julián Barrio Barrio,
Arzobispo de ésta Sede de Santiago,
Queridos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos todos en Cristo:
Un saludo muy afectuoso de parte del Santo Padre a todos los presentes y a cuantos siguen esta solemne celebración a través de los medios de comunicación, particularmente a cuantos sufren las consecuencias de la presente situación, provocada por la pandemia, que ha traído una situación dura y difícil para todos.
“El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; El Señor se fije en ti y te conceda la paz”.
Esta bendición aaronita, recogida en la primera lectura en atención al comienzo del Año Nuevo, cobra un brillo especial al inaugurar el Año Santo Compostelano 2021. Este año es el tercero dentro ya del presente milenio. Y esta fórmula de bendición, que la Iglesia escucha siempre el 1 de enero, solemnidad de la Maternidad divina de María, Octava de la Navidad de Nuestro Señor, me mueve a invitarles a considerar los tres aspectos que encierra – la Vida, la Gracia y la Paz. En estos tres aspectos: Vida, Gracia y Paz, se cifran los deseos más profundos, y la motivación más serena de todos vosotros, porque todo peregrino, cuando se pone en camino, lo que busca, lo que desea, y lo que por misericordia encuentra, es la BENDICIÓN DE DIOS.
Nuestra primera oración para el Año Nuevo y para el Año Jubilar compostelano es que “El Señor te bendiga y te proteja”.
Siempre necesitamos la protección de Dios. A lo largo de la historia de la salvación, Dios aparece uniendo a su protección una bendición efectiva. Así se expresó Jacob con su suegro Labán: “Si Dios no me hubiera protegido, si no hubiera estado conmigo, me habrías despedido con las manos vacías” (Gn 31,42). La protección divina pues depende de su generosidad misericordiosa y de su bondad inmensa siempre inmerecida. Dios, con su acción, nos fortalece en el bien y nos da todo cuanto realmente necesitamos para la vida y su conservación.
La protección divina es efecto de su Presencia con nosotros. Si Él está con nosotros, es porque nos mira con amor, con preferencia, – nos ha elegido – y, mirándonos así, nos prodiga todo bien y nos libra del poder de nuestros enemigos (cf. Num 14,9). En realidad, no puede existir mayor bendición que la propia presencia divina, la cual hemos de agradecer, como dice el salmista: “Me dejaste tu escudo protector, tu diestra me sostuvo, multiplicaste tus cuidados conmigo” (Sal 17,36).
No se puede pedir la protección de Dios sin suplicar su presencia con nosotros. Por eso, en definitiva, esa necesidad de protección nunca se expresará mejor que en aquella súplica elevada al Verbo encarnado en un contexto Eucarístico, la tarde, por parte de los peregrinos de Emaús: “Quédate con nosotros”. No te vayas JESÚS que anochece. Sí. Jesús, es presencia y sustento. Es Pan vivo que nos da la vida. El nombre de Jesús es nuestra protección, nuestro consuelo. El Nombre de Jesús fortalece, anima, enardece nuestra lucha en la tentación y mantiene nuestro tesón en el trabajo por la llegada de su Reino. Es el Nombre de Jesús el que nos da seguridad. En el nombre de Jesús, Dios nos bendice y nos da todos los bienes: “Si pedís algo al Padre en mi Nombre, Yo lo haré” (Jn 14,14), nos asegura Jesús.
Quiera el Señor conceder a cuantos peregrinan en este año y en el periodo de dos años del Año Jubilar Xacobeo, encontrar el divino Rostro sabiendo que, aquel que lo contempla “no puede permanecer con vida (Ex 33,20), muere a su egoísmo, a sí mismo, para recibir de Él una vida nueva, no sólo para sí mismo, sino también para los demás” (Carta Pastoral Arz. Santiago nº 17).
Nuestra segunda oración para el Año Nuevo y para el Año Jubilar compostelano es que el Señor “ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor”.
Para los cristianos “iluminar el rostro” y la concesión del “favor divino”, es algo mucho profundo. La “iluminación” divina es la acción de Dios en nuestra propia alma, enriquecida de gracia y adornada con la santidad. De ahí que el Autor de la Carta a los Hebreos se dirija a los cristianos recordándoles que “quienes fueron iluminados – es decir, bautizados – gustaron el don celeste, participaron del Espíritu Santo, saborearon la palabra buena de Dios y los prodigios del mundo futuro” (Hb 6,4), haciéndoles capaces en la vida de soportar por la fe “múltiples combates y sufrimientos” (Hb 3,2). El cristiano recibe en su vida mucho más que una sonrisa de Dios, le recibe a El mismo.
La enriquecida sobre toda gracia, la bendecida sobre toda bendición es María, la Virgen. Ella misma se convierte en arca y templo vivo de Dios, que viene a morar en Ella, hasta convertirla en signo de su Presencia. Dios mora en María por la unión con Ella. Unión singular como verdadera Madre, y como perfecta discípula y colaboradora del Redentor. Por Ella, el Verbo entra en el mundo, tras pedir su libre consentimiento, y toma realmente de Ella nuestra naturaleza humana uniéndola a su Persona divina. El Padre le dio a María su propio Hijo en Persona. El Padre concedió a María engendrar en el tiempo al mismo que El engendra en la eternidad. “Uno y el mismo” es el Hijo del Padre celestial y el de una Madre terrena.
En Ella, la llena de gracia, nosotros encontramos la Bendición de Dios. Por la humildad de María, la mirada de Dios se ha visto atraída y Él se ha hecho presente entre nosotros, “el Verbo se ha hecho carne” (Jn 1,14) y ese Verbo es recibido por nosotros, como lo recibió María, por la fe. María es también la Madre de la fe y, como dice S. Pedro, “mediante la fe, estáis protegidos con la fuerza de Dios” (1Pe 1,5). La protección divina se ve unida a la fe, para señalar que, en definitiva, la fe no es una cosa nuestra, sino la bendición que desciende de Dios y permite morar a Dios en nuestros corazones como dice S. Pablo: “Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones” (Ef 3, 17).
Nuestra tercera oración para el Año Nuevo y para el Año Jubilar compostelano es que “El Señor se fije en ti y te conceda la paz”.
Cristo, el Príncipe de la paz, quiere hacernos comprender que quiere vivir en nuestro corazón y transformarlo llenándolo de su amor.
En definitivo, la peregrinación es la búsqueda de Dios. Cuantos peregrinan aquí, al sepulcro del Apóstol, desean en el fondo el encuentro con el Señor. Como bien señala el Señor arzobispo en su Carta Pastoral por la que anunciaba el evento que gozosamente ahora celebramos, con este encuentro comienza un crecimiento que exige la decisión de dirigirnos “hacia la cultura del espíritu ante la cultura material” porque, ciertamente, “Cuanto más rápidos sean los cambios que experimentan nuestras sociedades, más necesidad tenemos del discernimiento para valorarlos. ¿Desde qué criterios decidimos ante los dilemas morales, personales o colectivos? ¿Qué lámpara acercaremos para saberlos descifrar? Somos ciudadanos, no dóciles consumidores obligados a armar en soledad o bien en el refugio doméstico, la arquitectura de nuestros propios valores, sin referentes comunitarios ni históricos. Para saber quién es el ser humano necesita siempre saber a quién pertenece. La dignidad del hombre es el eco de la trascendencia de Dios y no debe prevalecer una antropología sin Dios ni sin Cristo (Carta Pastoral Arzobispo de Santiago en el Año Santo Compostelano 2021, nº 58).
Con su amorosa providencia, el Señor sabe usar de toda circunstancia, buscando bendecir con su presencia a cada persona. Por eso siempre es preciso no perder la calma, saber, con María y por María, esperar la hora de Dios con humildad, con la seguridad puesta sólo en el Señor, siempre con paz. Mirando a María, tenemos el ejemplo del discípulo que, diciendo en su vida permanentemente sí a los planes de Dios, contribuye a dar vida.
En el misterio de la encarnación, como nos ha dicho S. Pablo en la segunda lectura, Dios nos hace realmente sus hijos. El Hijo de Dios, Hijo de María, nos bendice con su presencia. Cada uno de nosotros debe ser manifestación de esa presencia de Dios que bendice, que hace bien, que busca con amor el bien del otro. Esta es la forma de practicar una “cultura del cuidado como camino de la paz”. Este es el tema del Mensaje del Santo Padre, el papa Francisco, para el presente día, Jornada Mundial de la Paz 2021. En este mensaje, el Santo Padre, citando al Papa San Pablo VI al dirigirse al Parlamento ugandés en el año 1969, recuerda algo que la Iglesia ha realizado secularmente desde aquí, desde el Camino a Santiago:
«No temáis a la Iglesia. Ella os honra, os forma ciudadanos honrados y leales, no fomenta rivalidades ni divisiones, trata de promover la sana libertad, la justicia social, la paz; si tiene alguna preferencia es para los pobres, para la educación de los pequeños y del pueblo, para la asistencia a los abandonados y a cuantos sufren». (Mensaje Paz 2021, 8)
La bendición de Aarón termina diciendo: “Así invocarán mi Nombre y yo los bendeciré”. Que los que contemplamos el misterio navideño, volvamos a nuestra actividad de cada día, como los pastores, “dando gloria y alabanza a Dios” (Lc. 2,21). Que meditando en nuestro corazón, como María, lo que hemos visto y oído acerca del misterio que celebramos, quiera el Señor, en el Año Santo Compostelano y en el Año civil que comienza, por intercesión de su Madre, conservarnos la vida, aumentarnos su gracia y darnos, cada día, su paz, haciéndonos instrumentos de este don para los demás siendo constructores de la cultura del espíritu, meta de todo verdadero pelegrino.
Que así sea.