Como el pueblo de Israel en el exilio recibía una palabra de aliento, el tiempo de Adviento se nos da como un tiempo de gracia que alienta una renovada esperanza: las promesas de Dios a su pueblo no pueden fallar. El profeta Ezequiel (s. VI aC) llama a la conversión y a la esperanza: Dios en persona apacentará a su pueblo, tanto el que vive en el destierro babilónico como el que permaneció en Judá, y le ofrecerá una alianza nueva y definitiva (cf. Ez 34). En los tiempos nuevos y esperados el pueblo de Dios recibirá del Señor un corazón nuevo y un espíritu nuevo: el corazón del pueblo, el corazón de cada uno de nosotros – “lo que me distingue, me configura en mi identidad espiritual y me pone en comunión con las demás personas”1– será renovado por el Señor para palpitar conforme a su voluntad de vida y libertad (corazón de carne) frente a las pétreas actitudes que nos paralizan en lamentos y quejas (corazón de piedra) (cf. Ez 36,26b). Un espíritu nuevo, el espíritu de Dios que será infundido a todo el pueblo, no como mera moda o novedad, sino como don que viene de lo alto, anticipo de la filiación y fraternidad realizadas en Cristo: “Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abba, Padre!»” (Gal 4,6; cf. Rom 8,26; DN 76).
El Espíritu infundido por el Señor “nos impulsa a avanzar juntos en el camino de la conversión pastoral y misionera, que implica una profunda transformación de las mentalidades, actitudes y estructuras eclesiales”2. ¿Cómo superar nuestras resistencias, personales y comunitarias al cambio, asumiendo la lógica del Evangelio y dejando de lado las rutinas que nos impiden responder con creatividad y valentía a los desafíos actuales? El Espíritu nos dispone a una permanente conversión del corazón para hacer de todos nosotros piedras vivas de un edificio espiritual (cf. 1 Pe 2,5; LG 6): la Iglesia que se edifica “como un hogar acogedor, como un sacramento de encuentro y salvación, una escuela de comunión para todos los hijos e hijas de Dios” (DF Sínodo Sinodalidad 115). Con la efusión del Espíritu comienza la nueva creación y nace un pueblo de discípulos misioneros (cf. Jn 20,21-22): “En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es santo por esta unción que lo hace infalible in credendo. Esto significa que cuando cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación” (EG 119). Y aunque decimos en primera persona, creo, esto sólo es posible porque se forma parte de una gran comunión, porque también se dice creemos (cf. Lumen Fidei 39). Ahí reside ese instinto de fe (sensus fidei), en la totalidad de los fieles, de todo el pueblo de Dios, no en mi “yo” solitario que afirmar creer, sino el nosotros creemos pronunciado sinfónicamente por cada uno al decir creo: “En virtud del Bautismo «el pueblo santo de Dios participa de la función profética de Cristo, dando testimonio vivo de Él sobre todo con una vida de fe y de caridad» (LG 12). Gracias a la unción del Espíritu Santo recibida en el Bautismo (cf. 1 Jn 2,20.27), todos los creyentes poseen un instinto para la verdad del Evangelio, llamado sensus fidei” (DF Sínodo Sinodalidad 22).