“Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”1. Las mismas palabras de rigor de Jesús para los soberbios son palabras de aliento cuando nos reconocemos pecadores y limitados. Aliento cada vez que en lugar de desalentarnos por nuestro propio fracaso aprendemos a poner en Dios nuestra confianza, y orar desde esa fe humilde, hasta que se convierte en gozo como el de María, ensalzando a Dios en su humildad2. En estos días con este mensaje del Evangelio y el horizonte de la gran fiesta de Todos los Santos, se nos invita a mantenernos en la oración con corazón confiado y agradecido. Más allá de un reto moral que nos acerque a los fariseos haciéndonos creer falsamente perfectos por nuestras fuerzas, es una llamada a sentirnos “dichosos” y “bienaventurados” en nuestra pobreza y pequeñez, sin desdeñar por eso nuestro esfuerzo por la paz, la justicia y la reconciliación, confiados no en nuestras fuerzas humanamente débiles para tan gran ideal sino en la victoria de Dios, y de su Cordero. Nos sentimos en comunión con la gran asamblea de los Santos, que al mismo tiempo nos anima la esperanza en la vida frente al recuerdo del vacío de nuestros seres queridos. La vida, misteriosa y hermosa, de aquellos que caminaron a nuestro lado, se nos ilumina con la súplica: ¡Venga a nosotros tu Reino! Esta esperanza que hemos recibido de Dios en Cristo Jesús es patrimonio común de todos los cristianos, y en esperanza nos une, pues si lo hiciéramos reivindicación de nuestros esfuerzos teológicos o morales tomaríamos en vano el Nombre de quien nos ha dado la Vida y la Gracia, y en el Bautismo nos hace Santos. Por eso nuestra oración sube a “Todos los Santos” sin las distinciones o divisiones que en esta vida a veces introducimos según nuestros criterios. Por eso nuestra esperanza para los difuntos es una invitación a que los fieles y pastores superemos nuestras humanas divisiones y diferencias que hacen tanto daño a nuestra comunidad civil y política, y sea Dios quien nos reconcilie. Mucho más allá de las propias y humanas divisiones entre católicos mismos esta fe nos une a cristianos de distintas confesiones. Si hace unos años el papa Francisco pudo guiar la barca de Pedro y Pablo a una celebración conjunta de la Reforma fue porque desde atrás el diálogo teológico y espiritual nos había llevado, conjuntamente, a reconocer el don común de Dios más allá de las diferentes formulaciones o vivencias históricas y eclesiales. Así hoy podemos celebrar veinte años de un punto de llegada, y de partida, que fue la “Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación”, firmada el 31 de octubre de 1999 entre Luteranos y Católicos, de forma además formalmente representativa de todas las Iglesias ahí representadas, entre la Federación Luterana Mundial y, como católicos, el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Lo que fue un punto de llegada de intensos y profundos diálogos teológicos a lo largo de las décadas precedentes se convirtió en un punto de partida, para que las Comuniones Anglicana, Metodista y Reformada se sumaran, con el trabajo ecuménico además que representa para cada una de ellas hablar con una voz las muchas iglesias ahí representadas. De esta forma, a través de aquel documento, podemos encontrar nuestra fe común en la justificación que viene de Dios por Cristo, la gracia y la fe que nos hace cristianos como don de Dios gratuito, sin desdeñar por eso nuestra respuesta agradecida y nuestro compromiso. Ciertamente cada tradición y comunión verá sólo parcialmente reconocida ahí su vivencia espiritual y eclesial, como el propio documento reconoce, pero la esencia común es tal que sólo podemos sentirnos hermanos, y unirnos en la oración y en la caridad los que hemos recibido un mismo don de Dios, como reconoce nuestra aceptación común del Bautismo. Así nos invitan conjuntamente el cardenal Kurt Koch, desde el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, con la Federación Luterana Mundial, a orar el próximo 31 de octubre y en los días próximos por la Unidad de los Cristianos que Cristo pidió antes de dejarnos3. Lo hacemos en primer lugar desde la acción de gracias por los dones recibidos en común, y para la Unidad, pero también para avanzar en ese ecumenismo espiritual que, uniéndonos en la oración con aquellos de quienes estamos distantes, sentirnos avanzando, por vías distintas, pero hacia un Oriente común que es Cristo resucitado. La víspera de Todos los Santos, en que muchas de nuestras comunidades o se preparan o viven ya la gozosa celebración de esta fiesta, se convierte así también en gozo común hacia la unidad. Oramos por y con aquellos que celebran un paso importante en el caminar de la fe de sus comunidades e iglesias, paso que si nos dividió entonces, vemos como hace veinte años nos llevaba a un camino común. Peregrinos en un camino que viene de Dios, y a Dios lleva, caminando de la mano de Cristo, a quien, como peregrino a nuestro lado, encontramos como los discípulos de Emaús, resucitado de entre los muertos. A Él nos dirigimos, el Cordero que nos invita a reconciliarnos, dejando atrás miedos y derrotismos, sentándonos juntos a cenar. Os saluda y bendice en el Señor, + Julián Barrio Barrio, Arzobispo de Santiago de Compostela.
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