El 25 de julio, Solemnidad del Apóstol Santiago, el Sr. Arzobispo de Santiago, Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Francisco José Prieto, presidió, por vez primera, la solemne Misa Pontifical, en la que el Sr. Nuncio de Su Santidad en España, Mons. Bernardito Auza, le impuso el palio arzobispal, que Mons. Prieto había recibido de manos del Papa Francisco, el día 29, solemnidad de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, en la basílica de san Pedro del Vaticano.
Acompañaron en esta celebración al Sr. Arzobispo, además del Sr. Nuncio Apostólico, el Sr. Cardenal Arzobispo emérito de Madrid, los Sres. Arzobispos de Oviedo y Belcastro, los Sres. Arzobispos eméritos de Santiago de Compostela y Tánger; los Sres. Obispos de Tui-Vigo, Lugo, Ourense y Mondoñedo-Ferrol, el Cabildo de la SAMI Catedral, los Sres. Arciprestes de Soneira y Xanrozo, el Superior para Europa de los PP. Guanellianos, el P. Provincial de los PP. Franciscanos, el Vicario de la Delegación Noroeste de la Prelatura del Opus Dei, juntamente con otros sacerdotes diocesanos.
Entre los fieles, se encontraba la familia del Sr. Arzobispo, miembros del Consejo Pastoral Diocesano, Delegados Diocesanos y miembros de la Archicofradía del Glorioso Apóstol Santiago.
Las autoridades estaban presididas por el Sr. Presidente da Xunta de Galicia, que actuaba de Delegado de S. M. el Rey Felipe VI y que realizó la invocación al Apóstol. Estaban presentes el Jefe de la Oposición, el Sr. Presidente del Parlamento de Galicia, el General Jefe del Mando de Apoyo a la Maniobra, el Fiscal Jefe del Tribunal Superior de Xustiza de Galicia, los Sres. Rectores de las Universidades de Santiago de Compostela y A Coruña, concejales del Concello de Santiago, y otras autoridades civiles y militares.
La celebración comenzó con la procesión del Patronato, que portando la imagen relicario del Apóstol Santiago, conocido como “Santiago Coquatrix”, salió de la Catedral por la Puerta de Platerías dirigiéndose a la Plaza del Obradoiro, donde el Sr. Arzobispo saludó al Sr. Delegado Regio, que se unió a la comitiva eclesiástica.
El día anterior, el Sr. Arzobispo había presidido las I Vísperas solemnes, en las que participaron, además del Cabildo Catedral, el Sr. Obispo de Ourense y el Sr. Arzobispo emérito de Santiago de Compostela.
Del 15 al 23 de julio, el Sr. Arzobispo presidió la novena en honor al Apóstol. Los predicadores de este año fueron: el Ilmo. Sr. D. Luis Alberto Hoyo, Deán de la Catedral de Santiago de Bilbao; Ilmo. Sr. D. Vicente Edgar Esteve Pineda, Delegado Episcopal de Liturgia del Arzobispado de Valencia; y Mons. Fernando García Cadiñanos, Obispo de Mondoñedo-Ferrol.
2.- Homilía
Sr. Cardenal, Sres. Arzobispos y Obispos:
Sr. Nuncio de Su Santidad
Miembros del Cabildo Catedralicio, Arciprestes…
Hermanos sacerdotes, diáconos, servidores del altar
Miembros de la Vida Consagrada, fieles laicos, familias
Autoridades civiles (locales, provinciales y autonómicas), militares y académicas
A los miembros de la Archicofradía del Apóstol Santiago, a los miembros de la Orden de Santiago y de las demás Órdenes Militares
A los que nos seguís a través de los medios de comunicación
A los que habéis llegado como peregrinos a la casa del Señor Santiago
Un saludo a todos en el gozo que nace de ser hermanos y discípulos del Señor Jesús
“Por mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo”. Así nos resume el libro de los Hechos la acción evangelizadora de aquellos primeros discípulos en la bulliciosa y cosmopolita ciudad de Jerusalén: lo hacían con mucho valor; y se los miraba con mucho agrado (cf. Hch 4,33). En aquel inmenso atrio que rodeaba el templo de Jerusalén, en el pórtico de Salomón que miraba el amanecer, “todos se reunían con un mismo espíritu”.
A aquel grandioso patio acudían no sólo judíos, sino también todos aquellos que no profesaban la fe judía y quisieran orar al Dios de Israel. En aquel inmenso espacio se colocaban en apretada multitud los cambistas, paseaban los curiosos, se sentaban los escribas y maestros de la ley. Aquel templo recibió el homenaje de muchos pueblos y personajes a lo largo de los siglos. Ya en la oración con la que fue dedicado el primer templo, el de Salomón, el rey sabio le pedía a Dios que escuchase también al extranjero y al gentil que no pertenecen al pueblo de Israel cuando lleguen de un país lejano y oren en el templo, “porque oirán hablar de tu fama, de tu mano fuerte, de tu brazo extendido” (1Re 8,41-43).
Hoy, en esta Jerusalén del Occidente, a esta nuestra querida ciudad de Santiago de Compostela, también llegan hasta esta Catedral, que alberga la tumba del hijo del Zebedeo, el amigo del Señor, tantos peregrinos, previamente acogidos en la pétrea belleza de una plaza que los recibe como un lugar de búsqueda de itinerarios comunes, sin ningún atajo y son ninguna distracción o dispersión, en el cual la escucha pasa a ser primordial a pesar de las diferencias. Un espacio abierto a quienes buscan a Dios o se interrogan por Él, y también a quienes nos les causa inquietud (los indiferentes). Aquí resonó la llamada de san Juan Pablo II: “te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces” (Discurso en el acto europeísta, 9 de noviembre de 1982); aquí el papa Benedicto recordó que “la Europa de la ciencia y de las tecnologías, la Europa de la civilización y de la cultura, tiene que ser a la vez la Europa abierta a la trascendencia y a la fraternidad con otros continentes, al Dios vivo y verdadero desde el hombre vivo y verdadero” (Homilía en la plaza del Obradoiro, 6 de noviembre de 2010).
Esta plaza, como esta ciudad, nacidas entorno a la memoria y la tumba del Apóstol, evocan la necesidad de una misión compartida, de un ágora contemporáneo donde la fe cristiana propone y muestra, no al Dios inventado o pensado, sino al Dios revelado, aquel que no es un pensamiento, sino un acontecimiento, un encuentro: la Palabra hecha carne, que fue colgada de un madero y resucitada por Dios para darnos la salvación y el perdón, tal como Pedro anunció ante el Sanedrín judío (Hch 5,27-33). Conviene un camino de humildad para acogerla y responderle. Una humildad razonable y una razón humilde.
Como cristianos y como Iglesia estamos comprometidos en la construcción de la urbe humana y social, y vocacionados a la esperanza de aquella Urbe eterna. Como se decía en el siglo II sobre los cristianos, “toda tierra extraña es su patria; y toda patria les resulta extraña”1. Pero estamos llamados a ser alma del mundo, o sea, parte viva y vivificante, con ánimo y ánima. Como dice el papa Francisco: “Deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad” (EG 268).
Sin confundir laicidad con laicismo, estamos implantados en la realidad de cada día, vivimos en la ciudad donde cada uno de nosotros se acredita como persona y profesional, como compañero o vecino. Cuando nos desacreditamos en un campo tan fundamental como este, no se tiene credibilidad en lo demás, porque hay palabras sagradas cuya realización o negación acreditan o desacreditan a una persona: libertad, justicia y verdad. Quien carece de ellas (por que se le niegan o las niega en primera persona), carece de dignidad.
Ninguna forma de vida encauza todas las necesidades humanas y ninguna política es plenamente coherente con el reino de Dios, quizá porque aquélla es gestión de los hombres, y el Reino de Dios es Dios mismo. El cristianismo no es una moral, es mucho más, pero nunca menos que una moral.
Es el momento de trascender la banalidad y hacer de la profundidad y de la búsqueda de sentido un lugar y un punto de encuentro. La espiritualidad hace referencia a un plano de realidad superior del ser humano, pero que también puede ser interior a él mismo, frente al cual la persona se sitúa en una actitud de búsqueda, y a la vez de acogida, de realidades que no se poseen suficientemente, dotadas de un espesor que enriquece al ser humano y lo lleva a indagar en lo hondo de la realidad, la propia y la ajena. En el mar de fondo de los anhelos y necesidades compartidas nos podemos encontrar. Hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro (EG 89), porque el que quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor (Mt 20,26).
Se trata de ofrecer y proponer la fe cristiana como una propuesta humanizadora y trascendente del sentido primero y último de la vida, ya aquí y todavía más allá, desde el Dios de Jesucristo. Llamados a ser levadura en esta masa, a veces tan amorfa y tan líquida (cf Mt 13,33), no podemos ocultar el talento (cf. Mt 25,25), porque la palabra es el primer acto fundante (“En el principio era la Palabra”, Jn 1,1) y el Evangelio (Palabra definitiva y encarnada) es encuentro: “Creemos y por eso hablamos” (2Cor 4,13). La luz no oculta los colores, los intensifica.
La aportación de los creyentes, y de la Iglesia en su conjunto, a la plaza pública tiene que ser profética, nunca acomodaticia, y tiene que responder a las necesidades y a las inquietudes del presente, vividos a menudo de forma dramática por la sociedad. Hay una manera profética de estar en el mundo, opuesta por un lado al espiritualismo, y por otro al peligro de erigirnos en árbitros o jueces del mundo. Una dimensión profética realizada con verdad, con lenguaje atractivo y mirada amable, hasta con un sano sentido del humor y una inteligencia suficiente que sepa distinguir lo importante de lo secundario.
Aprendamos a falar, ou mellor vivir, desde a linguaxe do testemuño e do amor, porque “só o amor é digno de fe”. Xa dicía o santo de Aquino que “nas realidades que nos exceden, sobre todo, as de Deus, prefírese o amor ao coñecemento”. Un amor incondicional que non distingue a propios de estraños, e que converte a calquera ser humano en próximo, “o meu” próximo: no irmán está a permanente prolongación da Encarnación (EG 179).
Temos que amar sinceramente a cada home e muller cos que compartimos cidade, vida e espazo, poñendo tanto empeño en defender o xusto como en denunciar o inxusto, en rexeitar o malo como en promover o bo (sen caer en inxenuos buenismos, pero si recoñecer e apoiar as sinceras bondades): “o ideal cristián sempre convidará a superar a sospeita, a desconfianza permanente, o temor para ser invadidos, as actitudes defensivas que nos impón o mundo actual” (EG 88).
Non é en soidade e illamento, senón en irmandade onde o home, cada persoa, pode respirar con folgura para baleirarse de excesos e colmar os baleiros. Os cristiáns temos aquí unha responsabilidade única no medio desta ágora: ser testemuñas da paternidade de Deus e da fraternidade de Cristo.
Debemos ser testemuñas ao servizo dunha vida máis humanizada, entendida como don de Deus e como tarefa humana, promotores dunha cultura da vida digna do home e de todo home (sen abstraccións). Como cidadáns e cristiáns temos nas mans, e no corazón e na vida, unha tarefa irrenunciable e inescusable: facer da fraternidade o substantivo constituínte do ser humano e, por suposto, do ser e facer do cristián no medio da sociedade.
Sr. Oferente, acollemos a vosa ofrenda e facémola presente diante do Altar. Encomendo á intercesión do Apóstolo Santiago a todos os pobos do mundo, especialmente os que seguen sufrindo o drama da guerra, da fame que tantos exilios forzados provoca; a todos os pobos e xentes de España, da nosa querida Galicia, ás nosas familias, que sigan sendo, nestes momentos de crises e incerteza, berce da vida e da fe, onde todos, especialmente os nosos nenos e anciáns, sexan coidados, queridos e consolados. No décimo aniversario do terrible accidente ferroviario de Angrois, que nos conmoveu nas vésperas desta solemnidade, quero lembrar ás vítimas e ás súas familias desde a esperanza que nos vén do Deus da Vida, desde o consolo que brota do corazón do Pai misericordioso. Ao Apóstolo presento a todos os mozos que, de tantos lugares do mundo, acudirán, xunto co papa Francisco, á Xornada Mundial da Mocidade en Lisboa, para que sexan testemuñas gozosos de Cristo vivo.
Pido por aqueles que foron elixidos nas recentes eleccións xerais para que dediquen os seus mellores esforzos ás esixencias do ben común e ao empeño por construír unha sociedade en paz, cimentada na verdade, a xustiza e a liberdade, onde servir sexa sempre o horizonte da responsabilidade política, por riba das lexítimas diferencias políticas.
Por intercesión do Santo Apóstolo Santiago, pido ao Señor que bendiga ás súas Maxestades e á Familia Real; tamén á vosa Excelencia, Sr. Oferente, á súa familia e aos seus colaboradores. Que, de novo desde Santiago, renaza a esperanza que nunca decae e que sempre nos sostén.