Queridos diocesanos:
De nuevo quiero haceros una llamada a mantener viva la conciencia de la necesidad de un trabajo decente, un trabajo que como dice el papa Francisco, “es una forma de amor cívico, no es un amor romántico ni siempre intencional, pero es un amor verdadero, auténtico que nos hace vivir y sacar adelante el mundo”1. Os animo a todos a ser eco de esta inquietud a través de vigilias de oración, participación en la Eucaristía u otras actividades, el día 7 de este mes, Jornada mundial del trabajo decente.
En el pasado año nos unimos con este propósito a muchas diócesis y a no pocas organizaciones sociales y eclesiales, sabiendo la importancia de este objetivo. Los obispos de la Conferencia Episcopal Española en el documento “Iglesia servidora de los pobres”, decíamos: “La apuesta por esta clase de trabajo es el empeño social por que todos puedan poner sus capacidades al servicio de los demás. Un empleo digno nos permite desarrollar los propios talentos, nos facilita su encuentro con otros y nos aporta autoestima y reconocimiento social”2. Si bien es verdad que todos debemos colaborar en este propósito considerábamos que “la comunidad política es la que tiene la responsabilidad de garantizar la realización de los derechos de sus ciudadanos; a sus gestores, en primer lugar, les incumbe la tarea de promover las condiciones necesarias para que, con la colaboración de toda la sociedad, los derechos económico-sociales puedan ser satisfechos como el derecho al trabajo digno, a una vivienda adecuada, al cuidado de la salud, a una educación en igualdad y libertad”3.
Las personas “descubren significado y confianza en el futuro cuando encuentran un trabajo de larga duración con la oportunidad de una merecida promoción”. Os recuerdo lo que escribía el papa emérito Benedicto XVI, refiriéndose a las condiciones del trabajo: “Un trabajo que, en cualquier sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer: un trabajo libremente elegido, que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de la comunidad; un trabajo que de este modo haga que los trabajadores sean respetados, evitando toda discriminación; un trabajo que permita satisfacer las necesidades de las familias y escolarizar a los hijos sin que se vean obligados a trabajar; un trabajo que consienta a los trabajadores organizarse libremente y hacer oír su voz; un trabajo que deje espacio para reencontrarse adecuadamente con las propias raíces en el ámbito personal, familiar y espiritual; un trabajo que asegure una condición digna a los trabajadores que llegan a la jubilación”4.
La Doctrina Social de la Iglesia nos urge a avivar la solidaridad cristiana y la subsidiaridad para ser conscientes de que no debemos tratar de solucionar lo propio olvidando las situaciones precarias de los demás. De manera especial en estos momentos renovemos nuestro compromiso con la cultura del trabajo que exige renunciar a conductas consumistas y materialistas que no lo valoran, y asumir un estilo de vida en austeridad como ayuda al otro. Es responsabilidad de la comunidad cristiana acompañar a las personas que no tienen un trabajo, manteniendo una actitud profética que denuncie aquellas situaciones que contradicen a la dignidad humana. Se han de defender los derechos de los que trabajan pero no se pueden ignorar los de quienes no encuentran trabajo, cuando el trabajo es un derecho y un deber. Las condiciones difíciles o precarias del trabajo hacen difíciles y precarias las condiciones de la misma sociedad y de un vivir ordenado según las exigencias del bien común.
¡Redescubramos la dimensión social de la fe y pongámosla en práctica no sólo transmitiendo conocimientos sino sugiriendo pautas de comportamiento personal y comunitario!
Os saluda con afecto y bendice en el Señor,
+ Julián Barrio Barrio,
Arzobispo de Santiago de Compostela.