“DISCÍPULOS MISIONEROS DE CRISTO, IGLESIA EN EL MUNDO”
Queridos diocesanos:
El gozo pascual nos motiva a revisar en comunión la vitalidad de nuestro laicado, el «apostolado seglar» y desde ahí tomarle el pulso a la tarea evangelizadora diocesana. Deseo compartir con vosotros mis preocupaciones y perspectivas de pastor, recordándoos la necesidad que tenemos todos de compartir y animarnos a asumir las tareas de la evangelización, es decir la misión que el Señor nos confió, avivando nuestra esperanza. No podemos quedarnos dormidos ni andar alicaídos en medio de los agobios con que nos encontramos. Somos llamados a ser discípulos misioneros de Cristo, Iglesia en el mundo.
Diversas actitudes ante la misión
En consonancia con lo que constatamos en la vida diocesana, es necesario dar gracias a Dios y reconocer con gozo la realidad de muchas personas que viven la fe con coherencia, sinceridad y fidelidad al Señor. Son cristianos y cristianas que descubren progresivamente que la fe es adhesión personal a Jesucristo más que ritualismo o consuetudinaria tradición. Maduran en su fe y la van depurando y cribando, quedándose con el Señor y desembarazándose de convencionalismos y rutinas empobrecedoras. Son los cristianos habituales de la eucaristía dominical, decididos a dar testimonio e implicados en la transmisión de la fe en su familia y en su ambiente, recordando lo que san Pablo escribía: “Evoco el recuerdo de tu fe sincera, la que arraigó primero en tu abuela Loide y en tu madre Eunice, y estoy seguro que también en ti” (2Tim 1,5).
Contamos también con un número pequeño de cristianos que se organizan, se asocian y colaboran en la parroquia: en la animación litúrgica, la catequesis parroquial, la organización de los eventos y celebraciones festivas, dedicando su tiempo al bien y al servicio de una comunidad cristiana viva, alegre, acogedora y participativa. Nos referimos a los voluntarios de la caridad, mediadores de la comunicación de bienes, servidores de los pobres y desamparados, profetas de la solidaridad y creadores de relaciones de bondad y misericordia. Son los testigos diligentes de la iglesia samaritana que lleva consuelo, compañía y el amor de Dios a los pobres, a los enfermos, a los solos, a los dependientes. A todos ellos agradezco su esfuerzo y constancia, saludándolos, como san Pablo a sus amados filipenses, con toda gratitud: «Vosotros, mi alegría y mi corona, alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (cf. Flp 4, 1-5).
También he de referirme a aquellos bautizados que “bajaron los brazos”, que no sienten ni viven ni celebran su fe, o que tal vez, albergan sentimientos de reproche contra la Iglesia y se distancian de ella abandonando progresivamente las prácticas religiosas identitarias: la eucaristía dominical, los procesos catequéticos, el sentido de pertenencia, la oración personal, la familiaridad con la Palabra de Dios. Desde esta preocupación animo a todos los cristianos comprometidos a hacerse mediadores del retorno, ayudando a los alejados y decepcionados a desprenderse de prejuicios y de sentimientos, y facilitando la acogida y la participación para que redescubran la alegría del encuentro con Cristo. Será necesario cuidar y orientar las celebraciones de religiosidad popular hacia la recuperación y el retorno a la fe personalizada de los visitantes, curiosos y «devotos» que acuden masivamente a los santuarios y celebraciones consuetudinarias a lo largo y ancho de la diócesis.
Nadie está excluido
El Papa Francisco nos llama a vivir la alegría de la fe y a hacer de ésta la razón de plenitud vital (EG 3). “No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor. Nos da confianza el saber que el Señor hace el camino con nosotros. Esta convicción nos permite conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante que toma nuestra vida por entero. Nos pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo” (EG 12). Nuestra diócesis está inmersa en un proceso postsinodal, un camino compartido para poner el evangelio y la persona de Cristo el Señor en el centro de la vida personal y eclesial, dejando atrás la rutina que asfixia el alma.
Son frecuentes los pronunciamientos clarividentes sobre lo que hay que hacer. «Hay que…», oímos repetir a nuestro lado una y otra vez. Es la expresión del que ve y siente la necesidad de la implicación pero espera que sean otros –el cura, el catequista, el experto, el arcipreste, el coordinador, el obispo, la Conferencia episcopal, el Papa- los que carguen con los cántaros. Conscientes de esta esterilizante inhibición, os llamo a que os decidáis a poner sujeto agente a esas frases impersonales, pues a todos se nos confía el anuncio del evangelio y el testimonio de nuestra fe. En la Iglesia todos somos corresponsables y colaboradores. Si hay algo que hacer, el que lo ve necesario, está siendo llamado a hacerlo.
Exhortación final
La comunión eclesial se resiente y el empuje evangelizador decae cuando no somos capaces de encontrarnos en la comunidad parroquial, superando las inercias negativas y haciendo una parroquia acogedora y participativa. Este llamamiento a la implicación parroquial, y a que sea facilitada por los párrocos e inmediatos colaboradores, va dirigido a todos pero especialmente a los miembros de la Acción Católica y de todos los movimientos y asociaciones apostólicas. Son ellos los que, presentes en la comunidad parroquial, la mantendrán sensible a las realidades sociales del entorno y urgirán su respuesta y su testimonio, tanto de caridad como de esperanza y de fe. Nos ponemos a la escucha y recepción del aliento del Espíritu de Cristo. Reunidos en su nombre compartamos la experiencia de alegría que nos da el encuentro, la oración compartida, la corresponsabilidad ejercida, y la sinodalidad que enriquecen y favorecen la maduración de una fe adulta, lúcida, profética y comprometida.
Os saluda y bendice en el Señor.
+ Julián Barrio Barrio,
Arzobispo de Santiago de Compostela.