El anuncio y acción del Reino de Dios va dirigido a cancelar todas las estructuras de pecado que generan periferias, exclusión, marginación y deshumanización. Salir a las periferias es el esfuerzo ininterrumpido por impedir todo tipo de ideología o religión que favorezca la aparición de nuevas periferias. Jesús nos invita a crear comunidades donde se viva la comunión, el compartir, la fraternidad y se celebre la fe en el Dios Abba, que nos aúna en el ágape trinitario.
La parroquia es el espacio físico y espiritual donde Jesús nos convoca habitualmente para celebrar la fe, crecer en una comunidad en creciente construcción y con las puertas siempre abiertas. La parroquia tendría que ser el lado opuesto a las periferias, pues en ella se enseñan, viven y comparten valores evangélicos, tan distintos a los que acarrean y sustentan los corazones de la periferia.
Hemos de constatar que una de las tareas pendientes de Pastoral Penitenciaria es el entroncamiento parroquial: nos falta enlazar con las diversas parroquias, conscientes de que quienes habitan el interior de nuestras cárceles provienen de espacios donde las parroquias desarrollan su labor evangélica. Aunque haya diócesis que todavía andan muy lejos de ello, una gran mayoría sí que han integrado la Pastoral Penitenciaria en la pastoral diocesana, pero queda pendiente ese trabajo conjunto con las parroquias, que vaya dando respuesta a las familias que tienen alguno de sus miembros en prisión y abra espacios de acogida a quienes salgan de la cárcel; una acogida humana y comunitaria que no se quede en lo material,que es importante, sino que ofrezca puntos de encuentro y referencia donde las personas encuentran ese humus, imposible en prisión, que facilite la apertura, la comunicación, la confianza y esperanza en el futuro.
El envite es por ambas partes: las delegaciones diocesanas de Pastoral Penitenciaria han de acercarse a las diversas parroquias para compartir y trabajar, conjuntamente, en la labor liberadora de quienes viven en las periferias privados del don de la libertad y de quienes sufren la ausencia de alguno de los suyos. Las parroquias han de abrirse para dar preferencia a quienes viven la experiencia lacerante de las periferias.
Quienes alimentamos nuestra fevida en las parroquias hemos de salir, como el Padre (Lc 15, 11-32) a buscar a quienes no han descubierto la felicidad de la casa paterna y la siguen buscando en lugares erróneos, para facilitarles el perdón divino que posibilita la fiesta. Corremos el riesgo de anclarnos en espiritualidades truncadas que generen “hijos mayores” que no entiendan de mesas fraternas compartidas. Sin una fraternidad, abierta de par en par desde el perdón, donde todo ser humano tiene su sitio, la parroquia deviene en un grupo cerrado, con el “síndrome del cenáculo”, muy lejos de aquella primera Eucaristía, donde el Maestro nos invitó a ponernos a los pies de los demás, reconociéndoles como señores de nuestras vidas. Sin una caridad abierta, todo es mentira y vacío…, y nunca será real la celebración y memorial eucarístico.
La Pastoral Penitenciaria, desde la experiencia y espiritualidad que propicia el patear los patios de nuestras cárceles y el derecho que Jesús vino a implantar en nuestra tierra (Lc 4, 16-21), ha de sugerir en los ámbitos parroquiales una justicia que se alimente de la misericordia divina buscando la recuperación integral dela persona.
Las notas características de una justicia que dé que pensar a nuestras
Iglesia serían:
a) Una justicia desde las víctimas que nos lleve a ver a los ajusticiados (los nuevos crucificados) como lugar privilegiado de verdad y de interpretación del mundo.
b) Una justicia que se atreva a saber, que nos confronte con la realidad como lugar de Dios; conocer la realidad del mundo a partir del sufrimiento y de sus anhelos se constituye en prerequisito de justicia.
c) Una justicia teologal: ‘conocer a Dios es practicar la justicia’ (Jr 22, 16).
d) Una justicia que propicie y cultive la igualdad en el campo de la fraternidad.
e) Una justicia que se indigne y disienta hasta “resolver radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación, atacando las causas estructurales de la inequidad, raíz de los males sociales” (EG 202).
f) Una justicia que restaura desde el perdón, posibilitando cauces de futuro. Lo opuesto a la exclusión no es la inclusión o reasimilación, sino la reconciliación.
Una justicia con estas notas dará qué pensar a la Iglesia y hará que su doctrina social, en la medida en que sea conocida y practicada, sea bastante más que un ‘catálogo de citas retóricas’. Hará que cada parroquia haga presente, con sus dinámicas formativas, celebrativas y caritativas, al Jesús que atraviesa la frontera de las pasividades y los límites, de las comodidades y el consumo, hasta entregar su vida y dar respuesta al sufrimiento, violencia y muerte que envuelven las periferias.
Junto al Maestro descubrimos como evidente que los únicos derechos que hay que defender son los de los inocentes, las víctimas, los pobres, los excluidos, los humillados, los ninguneados, los oprimidos y asfixiados…, los condenados por un sistema y estructuras que, en aras del ídolo dinero, no acompañaron procesos saneados y adecuados de crecimiento en espacios familiares, comunitarios, educativos, laborales…
También el quehacer parroquial ha de entrar en una dinámica transgresora y transcendente. Hay que transcender el bienestar del “yo” para transgredir la barrera de los calificativos del otro y hacerle partícipe del propio bienestar que se agranda y purifica en el inmenso y cósmico nosotros; hay que dejar a un lado las comodidades del “yo” para potenciar que los otros tengan un mejor “acomodo en la vida, la de Dios. La formación y celebración comunitarias en la parroquia son el impulso más idóneo para traspasar las fronteras de ese “yo” falso, al que las solicitudes del mundo actual inclinan al éxito fácil, a no mos
trar debilidad, a buscar lo suyo y no implicarse en nada, a generar un bienestar y una salud a costa de lo que sea. Por eso, la comunidad parroquial, que se alimenta de los valores y actitudes evangélicos, es el mejor antídoto para quebrar esas falsas espiritualidades –tan de moda– que sólo llegan a ser un elegante envoltorio del falso “yo” y una saludable apuesta de justicia, libertad y humanidad.
La dinámica y valores del Reino, vividos en comunidad, nos desapropian para encontrar nuestra identidad y es que sólo un yo desvivido vive. Sólo siguiendo a Jesús, desde el reverso de los límites establecidos por el mundo, descubriremos que la gracia está en el fondo de la pena. Y es que, desde los límites de las periferias, los excluidos, los que no cuentan, los condenados en nuestras cárceles son y serán siempre el criterio último y definitivo para discernir si nuestras vidas han vivido y compartido la presencia y dinámica del Reino de Dios (Mt 25, 34-40).
Toda periferia provoca vértigo: sólo el Espíritu transforma nuestra debilidad en fortaleza (2 Co 12, 9-10), quiebra nuestras seguridades y nos lanza a las periferias, donde están los privilegiados del Reino. Esta transformación personal y comunitaria se realiza en el caminar parroquial, donde se van asimilando y haciendo propios los valores del Reino, las actitudes de Jesús, la acción recreativa del Padre que nunca ha cesado de actuar en aras a dar a luz ese nueva tierra y esos nuevos cielos que se manifestarán en el Apocalipsis final.
“Ven Espíritu divino, penetra en las entrañas más recónditas de nuestro ser, desvela todos esos intereses egoístas y vanidosos, almacenados y encerrados sutilmente en este desván del corazón. Toma y asume todos estos elementos que conforman nuestra debilidad, que tanto acentúan la fragilidad. Tú nos conoces mejor que nosotros mismos, sabes mejor que nosotros, que es lo que lastra y fatiga nuestro afán. Limpia este recóndito desván, ordena tanto desorden. Te lo autorizamos, te lo pedimos, lo deseamos. Sé tú el protagonista, dirige cada proyecto, cada plan, cada deseo. Solo tú puedes hacer de cada una de estas criaturas tuyas, un ser diáfano, abierto, claro, nítido, libre … verdadero. Solo tú puedes hacer de nosotros lo que somos, Hijos, genuinamente tu
yos” (Oración de Jordi Mas Pastor, de un trabajo del primer curso on line de pastoral penitenciaria).
Transgresión y transcendencia, transfiguración y desfiguración, abajamiento y ascensión, últimos y primeros, Calvario y Resurrección, prisión y libertad, exterior e interior, centro y periferias…, constituyen paradojas del proceso permanente de esta tierra que está en transcurso de parto; y en ese proceso estamos cada uno de nosotros, en ese empeño de que el Reino, anunciado y presente en Jesús llegue a la máxima manifestación de la parusía.
Salir de…, entrar en las periferias, imposibilitar nuevas periferias es para san Ignacio de Loyola pedir la gracia de salir del propio amor, querer e interés, y que sólo el Señor Jesús sea el Señor de nuestra vida. Así reafirmaremos los valores comunitarios de solidaridad y fraternidad en el empeño de derribar toda línea-frontera que distinga lo humano de lo inhumano, la justicia de la injusticia, el amor del odio. Es una apuesta total por la dignidad de la persona, donde se aprovechen los favores positivos de la globalidad, donde la multiculturalidad y la diversidad enriquezcan la unidad de la familia humana universal, expresada en la corresponsabilidad de los propios compromisos. Es el compromiso evangélico de una salida permanente a las periferias al encuentro de los excluidos, los últimos y condenados, posibilitando espacios de encuentro, dignidad, diálogo y libertad. Espacios comunitarios (por qué no parroquiales) que posibilitan una vida humana digna más allá de los modelos económicos e individualistas. Este compromiso, celebrado en y desde la fe, será la denuncia más explícita de todas esas estructuras de pecado e injusticia que generan por doquier dolor y sufrimiento.
Entrar en el espacio sagrado de cada cárcel es apostar por los últimos, condenados, postergados y olvidados; es creer que ellos, desde la periferia de las periferias, tienen algo que decirnos: que en su dignidad humana, agredida pero inviolable, reside la voz del Evangelio que echa por tierra nuestros ídolos asentados en las catedrales de nuestra comodidad y falsas espiritualidades alimentadas en la condena de quienes hemos colgado la etiqueta de ‘malos y delincuentes’ para poder sentirnos
los buenos de la película. Si nos quitamos las sandalias, descubriremos que ellos han de ser protagonistas ineludibles en la construcción de una sociedad más humana en y desde el perdón.
Ojalá, estas reflexiones nos ayuden a salir de…, traspasar fronteras y verjas, saltar muros eludiendo tanta variedad de concertinas, entrar en las periferias donde los Crucificados del siglo XXI nos siguen esperando con los brazos abiertos para brindarnos el amor del Padre en un abrazo cósmico de fraternidad.
Acabamos como empezamos, en el regazo de María de la Merced que nos sigue susurrando su mensaje de madre y creyente: Proclama mi alma la grandeza del Señor, todos me felicitarán, pues el Poderoso ha hecho tanto por mí. Su brazo interviene con fuerza, desbarata a los soberbios, derriba del trono a los poderosos y exalta a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide de vacío (Lc 1, 46-55).
Manuel García Souto
Responsable Pastoral Penitenciaria