Excmo. Sr. Delegado Regio Queridos Hermanos en el Episcopado Queridos Capitulares Queridas Autoridades Queridos sacerdotes, Vida Consagrada y laicos Miembros de la Archicofradía del Apóstol Santiago Televidentes y Radioyentes Peregrinos La solemnidad del apóstol Santiago nos motiva a reavivar nuestra identidad cristiana, reconociendo la dignidad sagrada de la persona humana cuya vida hay que respetar y defender en cualquiera de las circunstancias. Es necesario dejarnos interpelar para encontrar las respuestas verdaderas a nuestras preguntas aunque a veces sean incómodas. “Acaso a fuerza de vivir las preguntas, lleguemos un día a penetrar, sin advertirlo, en las respuestas” (Rilke). Alejarnos de Dios nos convierte en un haz de preguntas sin respuestas. “¡Buscad a Dios y revivirá vuestro corazón!”. En el déficit de humanidad que padecemos, “la compañía de Dios con los mortales es la respuesta del cristianismo a las preguntas primordiales de siempre y ocasionales de hoy. Respuesta exigente en la medida en que nos invita a ser humanos en la forma y figura que lo fue Jesús, y respuesta consoladora porque no estamos solos en el mundo”. La visión cristiana genera un juicio cultural y una experiencia de vida significativa para todos, siendo imprescindible el diálogo basado en la razón común. La fe en Cristo ilumina nuestra existencia, pero a veces tenemos la sensación de vivir de rentas en lo que a la fe se refiere, sintiendo agobio al tratar de responder a los perennes interrogantes sobre el sentido de la vida presente y futura. Necesitamos quitar muchos escombros de la superficie de nuestra conciencia, de nuestra alma, de nuestra inteligencia, de nuestra sensibilidad para entender el auténtico significado de esta realidad. El cristianismo es una propuesta que cambia la vida humana con una orientación absolutamente nueva. El apóstol Santiago comunicó esta novedad, implicando su vida hasta el martirio: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”. Cristo resucitado, que posibilita actuar con la libertad de los hijos de Dios, autentifica el testimonio apostólico ya que “llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros”. Cambia la vida de quien se adhiere a Él, advirtiendo que el verdadero liderazgo de su discípulo está en servir en medio de pruebas y sufrimientos: “Mi cáliz lo beberéis”. A veces entendemos la autoridad como promoción y honor, ambición y prestigio, dominio y arbitrariedad, utilizando a los demás como peldaños para escalar la cima y desechando valores religiosos y morales para que nada se oponga a nuestras pretensiones. “No será así entre vosotros, dice Jesús, el que quiera ser grande, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, que sea vuestro esclavo” (Mt 20, 25-27). La renuncia y el sacrificio son necesarios en nuestra civilización. Nos hacemos más grandes rebajándonos, siendo esta la clave del verdadero humanismo. Cristo vivió ajeno a prerrogativas y ambiciones. Siendo rico se hizo pobre, sirvió, curó, dio de comer, predicó el mensaje de salvación y nos dejó la paz, sin pedir nada a cambio. Vino para dar la vida, liberando de cualquier estructura que esclavice a la persona, tanto social, cultural, económica y religiosa. La Iglesia fue llamada a ser servidora de la humanidad, y se apoya en el amor servicial a todos, pero especialmente a los pobres, posibilitando la salvación. Por eso las relaciones de la Iglesia con la sociedad son de diálogo y ayuda mutua “por encima de los errores, conflictos y malentendidos que se puedan dar a causa de las limitaciones de nuestra condición humana”. La Iglesia no busca ocupar espacios sino iluminar con la luz del Evangelio las realidades en que nos encontramos. No se mira a si misma sino a la humanidad. El Papa Francisco escribe: “no debemos olvidar nunca que el verdadero poder, en cualquier nivel, es el servicio, que tiene su vértice luminoso en la Cruz”. No caigamos en el riesgo de ir cada uno a lo suyo y del sálvese quien pueda, aferrándonos a soluciones provisionales que se presentan como definitivas. Nuestros prejuicios nos impiden progresar como discípulos de Jesús quien “con su vida entera y en particular, con su oblación libre en la cruz, ha esclarecido definitivamente que la ley más profunda de la existencia es la de la gratuidad”1. “Solo la religión penetra tan profundamente en los corazones como para alcanzar ese grado de profundidad donde se establece ese debate de la conciencia consigo misma o donde se representa en secreto el drama de la esperanza y la desesperación, del ser y de la nada. No vivamos en la periferia de nuestra propia persona, olvidando la morada oculta de nuestra vida interior”. Hoy vemos que “tenerlo casi todo y sentirse vacío, es una enfermedad terrible”. Miremos a la humanidad sufriente en los refugiados, en los excluidos, en los migrantes forzosos, en los pobres, en las víctimas inocentes de tanta violencia sin sentido, que nos conmueven. El otro es siempre una llamada, y a veces lo convertimos en un peligro. La incertidumbre nos desasosiega y nos lleva a medir y valorar todo según su utilidad y rentabilidad descartando a personas que ya no pueden seguir esperando. Ante esto nos replegamos fácilmente en la emotividad pero la respuesta en medio de la confrontación como dice el Papa es la cultura del encuentro que se da al “buscar puntos de coincidencia en medio de muchas disidencias, en ese empeño artesanal y a veces costoso de tender puentes y construir la paz”. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección de Cristo que “provoca por todas partes gérmenes de un mundo nuevo; y aunque se corten vuelven a surgir, porque la resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia porque Jesús no ha resucitado en vano”2. Sin esta fe olvidamos que la vida no podemos almacenarla. “No seríamos discípulos de Jesús, ni la Iglesia podría presentarse como su Iglesia, si no reconociéramos en el ejercicio y en el servicio de la caridad la norma suprema de nuestra vida”3. Sr. Oferente, con confianza acollo a vosa ofrenda para poñela no Altar. Apóstolo Santiago, asiste e protexe ao Papa Francisco e á Igrexa que peregrina en España. Encomendo coa túa intercesión a todos os pobos de España, de xeito especial ao pobo galego, ás familias para que vivan a ledicia do amor, construíndo unha sociedade polo camiño da esperanza. Amigo do Señor, lembro con afecto e na oración a quenes outros anos celebraban esta festa connosco e que o Señor chamou a súa presenza, confiando que gocen xa da felicidade eterna. Ninguén de nós pode esquecer esa sombra de dor que nas vésperas da túa festa extendeuse na cidade polo accidente ferroviario. Lembro tamén ás persoas que morreron por calquera forma de violencia sempre irracional. Intercede polos nosos gobernantes para que saiban encontrar, en diálogo sereno e respectuoso coa verdade, solucións aos problemas políticos, sociais e culturais; e por todas aquelas persoas que están ofrecendo os seus mellores esforzos para responder ás esixencias do ben común, de maneira especial educando os nenos e xoves. Co teu patrocinio, Santo Apóstolo, pido que o Señor bendiga ás súas Maxestades e á Familia Real, e tamén á Vosa Excelencia, Sr. Oferente, a súa familia e aos seus colaboradores, velando pola cidade, sempre acolledora, que mira á Catedral, referente do sacro, máis aló da súa beleza. Amén.
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