Queridos hermanos y hermanas ¡Santo Apóstol Santiago, haz que desde aquí resuene la esperanza! Celebrar el día del Señor es fortalecer nuestra esperanza, pues no debemos olvidar la clave de la eternidad para entrar en el ordenador temporal de nuestra existencia. La Palabra de Dios en este domingo nos habla de la fe. Decir fe para un cristiano es decirlo todo. Estamos en la vida como en un castillo. La fe es como esa ventana de nuestro castillo, que nos ofrece la posibilidad de superación de nuestros límites, una salida del castillo, una respuesta a la necesidad de libertad y de infinito que llevamos en nuestro corazón. El papa Francisco escribe que “la característica propia de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre….Nace del encuentro con el Dios vivo que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida… La fe que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero que orienta nuestro camino en el tiempo… Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe no habita en la oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas”. También como el profeta Habacuc podemos decirle al Señor: “¿Por qué me haces ver desgracias”? A veces tenemos la impresión de que la situación del mundo es insoportable. Pensamos que Dios pueda ser un mero espectador. El mal nos envuelve y pensamos que Dios debería intervenir ayudando a mejorar todo. Al profeta se le responde: “ten paciencia, pronto llegará la salvación”. El manifestará: “El justo vivirá de su fe”, es decir, el justo será salvado por la fidelidad a Dios. En lo esencial esta es la respuesta del libro del Apocalipsis en el que se escribe: el hombre grita: “¡Ven!” y el Señor responde: “Sí, voy a llegar enseguida”. Pero hay ahora una diferencia en relación a la visión del profeta Habacuc: el cristiano no solamente espera sino que lucha junto con Cristo en la batalla entre el bien y el mal, en la que la aparente derrota es ya una forma de triunfo. Pablo escribe que somos justificados y tendremos la vida eterna sólo mediante la fe en Cristo, muerto por nuestros pecados y resucitado por nuestra salvación. Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe (1Jn 5,4). Ha vencido al mundo judío que se gloriaba de su ley, al mundo griego que se fiaba de su sabiduría, al mundo romano que se creía invencible por su poder. Y lo ha vencido con el martirio. “Dios no nos ha dado un espíritu cobarde”, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. Hay que avivar en nosotros el fuego de ese espíritu. La fuerza se encuentra precisamente en el amor sensato y prudente para trabajar por el Evangelio conforme al ejemplo de los santos. “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, podrías decir a esta morera: arráncate y plántate en el mar”. Es el eco de las palabras de Jesús a la samaritana: “Si conocieses el don de Dios” (Jn 4,10). Nos encontramos en ese punto misterioso donde la omnipotencia de Dios se encuentra con la libertad humana. El cristiano cree en Jesús que como sol de nuestra fe, la ilumina, le da calor, la hace fructificar. Creer en Jesucristo significa confiarse, exige abandonarse, y da un apoyo sólido. La fe, fundamento de las cosas que se esperan, desemboca en la esperanza. Pero “no se puede abrir el proceso de la esperanza sin instituir al mismo tiempo el del amor”, porque la fe funda la esperanza y el amor la acrecienta. Así hacemos creíble el amor de Dios que no abandona a nadie. La roca de mi corazón es Dios (Ps 18,23), proclama el salmista. La fe que prefiero, dice Dios, es la esperanza escribe Peguy. Creer no es sentarse a esperar hasta que venga el Señor y nos sirva con su gracia, sino que la fe obtiene su inconcebible eficacia en el servicio al Señor, que se ha hecho servidor de todos, considerando como algo natural que sirvamos junto con él; y esto significa que hay que servirle “porque donde estoy yo allí estará también mi servidor” (Jn 12,26). Ojalá podamos decirle: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”. Hoy con la intercesión de la Virgen María pedimos como los Apóstoles: “Aumenta nuestra fe” (Lc 17,5), y como el padre del hijo poseído por un espíritu inmundo: “Creo, pero ayuda mi falta de fe” (Mc 9,24). ¡Dios nos ayuda y el Apóstol Santiago! Amén.
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