Sres. Cardenales, Arzobispos y Obispos:
Sr. Nuncio de Su Santidad
Miembros del Cabildo Catedralicio, del Colegio de Consultores
Hermanos sacerdotes, diáconos, servidores del altar
Miembros de la Vida Consagrada, seminaristas, fieles laicos
Autoridades civiles (locales, provinciales y autonómicas), militares y académicas
Mi querida familia, queridos amigos
A los que nos seguís a través de los medios de comunicación
Un saludo a todos en el gozo que nace de ser hermanos y discípulos del Señor Jesús
El Señor siempre nos precede, Él toma la iniciativa: “Irás a donde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene” (Jer 1,7). Y con la mano extendida sobre el profeta Jeremías puso en su boca palabras proféticas y disipó sus miedos. Y así fue cuando, cumplido el tiempo, dio comienzo el Evangelio de Jesucristo para acercar el Reino de Dios a los caminos de la historia y en las mismas orillas del lago de Galilea fueron llamados los primeros discípulos: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres” (Mc 1,17). Dejaron las redes, dejaron a su padre… y lo siguieron (cf. Mc 1,18.20).
Seguir al Señor no consiste en, primer lugar, en sacrificios y renuncias. Es, ante todo, un encuentro transformador “con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1) que suscita nuevas relaciones con Dios y con los hombres, y así somos llamados a vivir gozosamente como hijos y hermanos. Somos convocados a ser y vivir como Pueblo de Dios en camino, sin abstracciones, encarnados en los rostros y vidas de nuestros pueblos y ciudades, con sus gentes que los habitan con sus trabajos y esperanzas, con sus esfuerzos y heridas, labrando tierra y surcando el mar hacia un horizonte que, en ocasiones, aparece desdibujado, pero en el que siempre hemos de alumbrar con aquella luz de la fe que se no da suficiente para caminar, sembrar aquella esperanza que nos pone en pie y fortalecer aquella caridad que ni cansa ni se cansa. Todo ello solo tiene un nombre: un mismo Señor, un mismo Dios, un mismo y único Espíritu (cf. 1Cor 12,5-6.11).
“Dios no nos mandó seguirlo porque necesitase de nuestro servicio, sino para procurarnos a nosotros mismos la salvación. Porque seguir al Salvador es lo mismo que participar de la salvación: de tal manera, quien sirve a Dios nada le añade, sino que Él concede la vida, la incorrupción y la vida eterna a los que le sirven” (Ireneo de Lyon, Adversus haereses, IV, 14.1).
Tenemos, por lo tanto, un tesoro de vida y de amor que no engaña, ni se puede manipular ni nos desilusiona (EG 265), y que debemos redescubrir cada día: se nos ha confiado un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva (EG 264). Con razón nos recuerda el papa Francisco que “no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón” (EG 266).
Un tesoro en vasijas de barro (2Cor 4,7) se nos ha confiado, como aquel cántaro de barro de la samaritana, que albergaba la esperanza de saciar los deseos más hondos de su corazón, aquellos que dan sentido pleno a la existencia. Aquella mujer, vaciada de sí misma, pudo llenarse, junto al pozo de Sicar, del agua que salta hasta la vida eterna y llevarla a sus vecinos (cf. Jn 4,5-42). Así también hemos de sentarnos junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para hacer presente al Señor en sus vidas, de modo que puedan encontrarlo, porque sólo su Espíritu es el agua que da la vida verdadera y eterna. Una salvación que se nos confía, también, como las vendas del samaritano que hemos de extender en las heridas de tantos apaleados y olvidados en los bordes de la historia y de la sociedad por nuestras injusticias y nuestras indiferencias.
El rostro de la samaritana que vuelca el don que le ha sido dado – esperanza y gracia, vida y espíritu – en los corazones de los sedientos; y el rostro del samaritano, que sana y acompaña al pobre y al doliente, mostrando que el estremecimiento de las entrañas es síntoma de lo divino. En ambos rostros nos hemos de reconocer y ser reconocidos en nuestra Iglesia diocesana de Santiago de Compostela.
La filósofa H. Arendt dice que somos lo que vivimos. En estos dos años entre vosotros como Obispo Auxiliar he podido apreciar, descubrir, y hoy lo quiero agradecer, como estos rostros, que no son más que el rostro mismo de Cristo, los he ido descubriendo en vosotros mis hermanos sacerdotes: ¡cuánta generosidad y entrega! ¡cuántos desvelos y trabajos! Entre agendas apretadas y días apurados no dejéis, no dejemos de encontrar el descanso que nos repara en el encuentro con el Buen Pastor, que nos espera en la mesa compartida, en la comunidad reunida y en el silencio orante. Y los he encontrado también en vosotros, los miembros de la vida consagrada: tenéis una presencia extraordinariamente fructuosa en nuestra Iglesia diocesana; y seguís mostrando una rica fecundidad de vida, obra del Espíritu en vosotros y por vosotros, ya sea en los claustros contemplativos, en las aulas educativas, en la creatividad y fidelidad de la caridad con los descartados y los más vulnerables. Vuestros carismas nos enriquecen y sin vosotros esta Iglesia diocesana se vería empobrecida.
Y cuántas samaritanas y samaritanos entre vosotros los fieles laicos: catequistas, voluntarios de la acción socio-caritativa, profesores, colaboradores en la vida parroquial, en los distintos ámbitos de la pastoral diocesana, en tantos grupos y movimientos de apostolado; en los niños y jóvenes, en las familias, y en nuestros mayores. Por el bautismo, compartimos la dignidad y la vocación común de participar en la vida y misión de la Iglesia, una misión común al servicio del Evangelio. Por el bautismo somos llamados, vocacionados, a caminar juntos, en la escucha de todos al Espíritu, que es el que nos conduce a la verdad completa, el maestro que nos ayuda a discernir y el que educa los oídos en el corazón, tomando la imagen agustiniana, para aprender el arte de la escucha y del acompañamiento del prójimo. Sólo en Cristo que es el camino, hodos, (y también la verdad y la vida) podemos ser verdaderamente synodoi, compañeros de camino. Como dice san Ignacio de Antioquía, “somos compañeros de viaje en virtud de la dignidad bautismal y de la amistad con Cristo” (A los Efesios). Somos sinodales sólo desde Cristo y con Cristo.
Una sinodalidad no sólo pensada, sino sobre todo vivida, nos descubre que todo el pueblo de Dios es peregrino hacia la casa del Padre, un pueblo de muchos rostros y carismas, un pueblo de bautizados en el que, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar (cf. EG 119-120). Y siempre con Aquel que es al mismo tiempo peregrino y compañero de viaje, Camino, Verdad y Vida (Jn 14,6). Tomemos conciencia de que, en una Iglesia sinodal, caminar juntos es el modo de ser una Iglesia misionera y ministerial.
Y ya sé que no es fácil ser una Iglesia sinodal y samaritana. Cómo dejar atrás los refugios de las rutinas que nos acomodan o los fundamentalismos de cualquier signo que nos atrincheran y nos ciegan. El Sínodo Diocesano de 2016-2017 ha trazado un camino que debemos retomar sin dilación. No es momento de quejas, de resentimientos, de rendirse, sino de preguntarnos si estamos dispuestos a mirar el futuro en clave de Evangelio.
A actitude de saída non consiste en mostrarse avasaladores e provocativos en exceso. O papa Francisco máis ben úrxenos a ser humildes e testemuñais, pero non acomplexados. Convídanos a realizar un acompañamento atento das situacións das persoas, feito de escoita respectuosa, paciente e compasiva. O futuro chámase pequeno rabaño; o reto non é ser moitos, senón ser significativos. Somos resto, pero non residuo. Este é o noso tempo, un tempo de graza no que Deus segue facendo a súa obra en nós e a través de nós.
Trátase dun retorno ao esencial: fixos os ollos no Señor, fixos os ollos nos irmáns, sendo un para que o mundo crea. Nada transforma máis á Igrexa que tomarse en serio a misión á que nos convocou Xesús desde a sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4,18-19). Un retorno radical ao Evanxeo, abandonando disputas estériles e hostilidades contra “muíños de vento” e ficticios inimigos. Fai falta un cambio de sensibilidade espiritual: xerar e educar unha capacidade de escoita ao Espírito que nos permita distinguir o que é de Deus e o que non é de Deus. Discernir con sabedoría e sensibilidade o que agrada a Deus: vivir un amor lúcido (cf. Gal 5,6). E ter unha mirada de empatía e alegría – non de buenismo e inxenuidade – polo ben do mundo. É quizá un dos legados máis preciosos do Vaticano II, tal como dixo san Paulo VI ao final daquela asemblea ecuménica: “unha corrente de afecto e admiración envorcouse do Concilio ao mundo moderno”.
A Igrexa “en saída” ha de ser un soño feito realidade, realidade de Evanxeo no corazón do mundo e dos homes para mostrarlles o camiño de vida e salvación que Deus quere para cada un de nós. Iso foi o que fixo Xesús Cristo, iso é o que nos pide que sigamos facendo.
Que sigamos facendo tamén camiño, ese Camiño que nos leva e toma nome de Santiago, porque acha o seu sentido na meta que alberga a memoria e a tumba do Apóstolo Santiago e condúcenos ao encontro con aquel que é a Testemuña de paz e perdón. E esta meta é a que constrúe un templo e levanta unha cidade con vocación de acollida e hospitalidade humana e cristiá. Neste Camiño recoñecémonos hóspedes e peregrinos, recoñecemos que o mesmo Camiño e o Pedagogo que nos guía son un e o mesmo, Xesús o Cristo, aquel que peregrinou entre nós para abrir os camiños do Reino que conducen á casa na que o Pai sempre ten a mesa preparada para os seus fillos.
Unha mesa que se torna sempre chamada á solidariedade, na procura dunha verdadeira fraternidade á que convido as todas as autoridades civís, políticas, académicas e militares aquí presentes. Temos unha tarefa común: construír xuntos espazos de convivencia e humanidade. Os homes e mulleres deste tempo, especialmente os que mais sofren os golpes desta crisis, e das guerras que inda axéxannos, merecen todo o noso esforzo e empeño. Comparto con vos o desexo de traballar xuntos, dende o respecto e o diálogo, en favor do ben común.
Nesta mañá fago miñas aquelas palabras de santo Agostiño: “Eu custódiovos polo oficio de goberno, pero quero ser custodiado convosco. Eu son pastor para vós, pero son ovella convosco baixo aquel Pastor. Desde este lugar son como mestre para vós, pero son condiscípulo voso nesta escola baixo aquel único Mestre” (Enarr. in Psal. 126, 3). Axudádeme a ser bispo de todos, presidindo no servizo, sen restricións nas pertenzas. Bispo con todos, porque só na comuñón na diversidade, como hoxe escoitabamos na lectura da primeira carta de Paulo aos Corintios, constrúese e edifica a Igrexa. Con todos quero camiñar, como irmán na fe, como o voso pastor. E Bispo para todos, nunha Igrexa, esta que peregrina en Santiago de Compostela, que ten que procurar ser fogar onde todos cabemos e na que todos nos alegremos e deamos grazas por vivir a unidade na diversidade, ambas froitos do mesmo Espírito, e así busquemos e atopemos a verdade na comuñón con Deus e coas persoas.
Superemos rutinas que paralizan e discursos que desgastan os ánimos e pechan os oídos do corazón. Son tempos de oportunidade e de compromiso, de poñerse a traballar arreo. Aprender a gramática da simplicidade, e non instalarnos no reino da retórica (EG 232), acoller o ritmo da espera, acompañar aos desesperados, recuperar as entrañas de misericordia, ir buscar o hóspede.
O camiño polo que debemos saír e seguir: levar a todos a vida nova de Xesús Cristo, Fillo de Deus e Salvador. Para que isto suceda, afastados dunha pura cosmética, Xesús ten que ser o centro vital e real desta comunidade eclesial, dos seus evanxelizadores, como diría san Paulo, “ata que Cristo fórmese en vós” (Gal 4, 19). Non se trata de identificarnos cunha causa, senón deixarnos seducir pola súa persoa, establecer con el unha relación persoal e comunitaria de maior calidade, de máis verdade e máis fidelidade, para que resplandeza “a beleza do amor salvífico de Deus manifestado en Xesús Cristo morto e resucitado” (EG 36).
Esta é a razón de ser e de existir da Igrexa (cf. EN 14). Se nos deixamos levar de dúbidas e temores, seremos espectadores do estancamento infecundo da Igrexa (cf. EG 119). Sexamos actores da misteriosa fecundidade do Espírito (cf. EG 280). Como foi María Nosa Nai, como foi o Apóstolo Santiago. Que eles nos acompañen e procúrennos do Señor un chover miudiño de fe, esperanza e caridade.