a.- El porqué o el para qué .
Estos días se nos plantean cantidad de por qué en la era de nuestra existencia al vernos trillados por la pandemia que padecemos. Son muchas las cruces que se están plantando en el horizonte donde esperábamos ver las espigas fecundas de una nueva primavera. Pero más que por qué tendremos que preguntarnos el para qué. Esto nos llevará a descubrir que otras formas y estilo de vida son posibles. Las pandemias siempre nos encuentran desprevenidos y las consideramos como un mal sueño del que pronto despertaremos. Pero mientras tanto nos agobian las redes de nuestra fragilidad, del mal y de la muerte.
Hablar del mal es encontrarnos con una realidad de gran hondura existencial. En muchas ocasiones el mal se ha convertido en una roca contra la que se han estrellado muchas personas desde diferentes posicionamientos en el navegar de su existencia. “El mal es una situación compleja que abarca un sin fin de realidades negativas, las que tienen un denominador común en el hecho de producir dolor, sufrimiento”. Dice Santo Tomás de Aquino que “Dios permite el mal sólo para hacer surgir de él algo mejor”. El mal en el mundo es un misterio doloroso, no tanto porque no se pueda razonar acerca de él sino porque es tan profundo, que incluso hay personas que sacan cosas buenas del dolor, haciéndoles ver la vida desde la humildad y desde la capacidad de amar que es la clave de la felicidad. Pastoralmente es momento de tomar conciencia de lo que podemos hacer sin quedarnos ensimismados en lo que no podemos hacer. Buena reflexión cuando nos vemos abocados ya a la celebración de la pasión, muerte y resurrección de Cristo que nos amó y se entregó por nosotros.
Determinadas situaciones generan una crisis de confianza y favorecen la sospecha. No comprendemos muchas cosas pero Dios es el sumo bien y nunca puede ser causante de algo malo por eso los creyentes decimos: “Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra”. Es decir, confío en Dios. En medio de procesos dolorosos el mundo va desarrollándose hasta su consumación definitiva. Aquí se sitúa lo que la Iglesia denomina el mal físico como una catástrofe natural. Los males morales vienen al mundo por el abuso de nuestra libertad. Por eso, la pregunta no es ¿cómo se puede creer en un Dios bueno cuando existe tanto mal? Sino ¿cómo podría un hombre con corazón y razón soportar la vida en este mundo si no existiera Dios? El mal no tuvo la primera palabra ni tendrá la última.
Cristo nos ha revelado lo que Dios siempre ha deseado: “el mundo que ha creado está destinado a convertirse en un mundo reconciliado, un mundo en el que las diversas comunidades se unen para compartir la vida, porque coinciden en que Dios ha actuado para liberarlas del miedo y de la culpa” (Carta de san Pablo a los Efesios). Es el extraño designio como lo denomina uno de los himnos de Charles Wesley.
El problema del mal parece erosionar la fe. Hay cosas en la vida que resultan inaccesibles a la comprensión humana, pero se puede tener confianza en Dios que busca en definitiva el bien de las criaturas y no un interés egoísta. La razón decisiva la ha dado Jesucristo que aceptó la muerte para salvarnos, significando la dignidad de toda persona. Dios Padre lo resucitó comprometiéndose personalmente con nosotros contra el pecado y contra la muerte. Es cierto que nunca encontraremos una respuesta a esta cuestión del mal para poder decir: Todo resulta perfectamente claro y nadie debe albergar ninguna duda o recelo. Si llegásemos a ese estadio, seríamos insensibles ante la inmediatez del sufrimiento que nunca es un mero dato estadístico. Por ello tiene sentido hablar de Dios en medio de esta realidad.
Esto no sirve para facilitar las cosas a nivel emocional cuando nos enfrentamos a realidades como el coronavirus. Tampoco impedirá que cuestionemos a Dios o protestemos ante él. Lo que hace posible considerar a Dios aún creíble en este contexto no será un argumento fácil que explique por qué se da el mal, sino la experiencia del modo en que las personas descubren a Dios como alguien real incluso en medio del sufrimiento. Job dice: “Dios me puede dar la muerte; pero no me queda otra esperanza que seguir defendiendo mi causa ante él”. También hoy he escuchado a personas decir cosas parecidas. Dios se parece a un manantial constante de presencia amorosa, abriendo incluso las puertas a un futuro cuando no se ve esperanza alguna. Estamos llamados a orar, a confiar y a vivir con integridad en la presencia de Dios. Al contemplar a Cristo en estos días vemos que pasó por el sufrimiento y la muerte, dando sentido a nuestro sufrimiento no sólo humana sino también espiritualmente. Santa Teresa de Ávila escribirá: “Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa, Dios no se muda; la paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta: sólo Dios basta”. Por eso, no podemos quedarnos sólo en el porqué sino que hemos de preguntarnos también el para qué.
b.- ¿Cuál es el camino y la meta?
Con este confinamiento por causas inherentes a la pandemia del coronavirus estoy seguro que estamos echando en falta algunas formas de vida que hasta ahora teníamos sin caer en la cuenta de que en estas circunstancias no son viables: pero la preocupación no ha de ser tanto lo que no podemos hacer, cuanto lo que podemos hacer. Vemos nuestras calles en soledad porque las personas se resguardan del encuentro con los demás. Las epidemias no están hechas a la medida del hombre, por lo tanto el hombre piensa que las epidemias son irreales, un mal sueño que tiene que pasar. Nos cogen siempre desprevenidos. Y en medio de toda esta situación hay una cosa que se desea siempre y se obtiene algunas veces: la ternura humana como factor humanizador.
«Cuando se renuncia a la distinción entre lo que es verdadero y lo que es falso, entonces el espíritu enferma» (Guardini). Estamos viviendo en una dinámica en la que pensábamos poder vivir la libertad sin verdad o la verdad sin libertad, lo que nos conduce a una erosión antropológica. Estos días tenemos tiempo para soñar y estoy seguro de que soñamos que esta situación termine cuanto antes, que es posible un nuevo estilo de vida, y que hemos de dejar que Dios entre en nuestras vidas, porque, como nos dice la enseñanza de la Iglesia, organizar la sociedad al margen de Dios es organizarla contra el hombre. En el nuevo escenario en que estamos llamados a actuar hemos de ponernos, todos, manos a la obra para lograr un bien común que, según la Doctrina Social de la Iglesia, comporta libertades, relaciones y necesidades mirando a la dignidad de la persona humana. De manera especial hemos de sentirnos sociedad asociada en una normalidad que será diferente. Habiendo comprobado el caudal de la creatividad subjetiva humana en estos días, todo ello debe ser canalizado en una convivencia en la que nadie debe sentirse eximido de ofrecer la colaboración pertinente. Un bien común en el que hemos de trabajar, ha de beneficiar al común. Es cuestión de todos los que formamos la sociedad.
Me gustaría decir que hemos navegado por mares de incertidumbre, pero la realidad es que seguimos navegando en el mar de esta pandemia sin intuir con definición precisa los cambios que se van a producir religiosa, económica, cultural, política y socialmente en nuestra convivencia. He leído reflexiones que consideran que volveremos a lo mismo una vez que esto pase. Pero intuyo que será otro estilo de vida en el que configuremos nuestros hábitos y costumbres. ¿Por qué no pensar en una sociedad con personas relacionadas sólidamente, capaces de mirar sobre todo el lado positivo con una visión clara de fraternidad y solidaridad que nos ayudará a otear nuevos horizontes? Hemos de construir una convivencia en la que sea necesario tomar decisiones conjugando la autonomía y la corresponsabilidad con el ánimo de ser felices, sabiendo que «la vida feliz es el gozo de la verdad», según san Agustín.
En estos días tal vez nos hemos dado cuenta de que hemos arrancado las raíces de nuestro origen, «comiendo el pan de la memoria». La Iglesia, ni en los momentos más difíciles se ha retirado de la sociedad, ni lo está haciendo ahora ni lo hará en el futuro. El único camino que tiene que recorrer es el hombre. Y su misión es seguir afirmando que Dios se ha hecho hombre para salvar al hombre. Está llamada a ser actora en el desarrollo de la política global con dos principios: “Amarás al Señor tu Dios y al prójimo como a ti mismo”, y la dignidad del hombre se asienta en que es hijo de Dios en Cristo y por Él. Colabora con la sociedad en la solución de los grandes problemas comunes a todos, sin perder su condición profética ante la desproporción entre el poder tecnológico-económico y el crecimiento-responsabilidad moral, afirmando la vida eterna y denunciando el silencio del pensamiento actual sobre las angustias y dramas psicológicos que acosan especialmente a nuestro Occidente.
Le preocupa la pérdida del sentido de la trascendencia que lleva a olvidar o negar a Dios, la negación de la diferencia entre el bien y el mal, y la ofensa a la condición humana que suponen las diferencias abismales entre los países ricos y los pobres. No es ajena al compromiso ante el reto de la progresiva secularización, de la preservación del orden natural de las cosas y de la construcción de la paz, asumiendo con humildad una actitud misionera y evangelizadora. Todo ello desde la conciencia clara de que la comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo, aunque están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres a través de una sana cooperación entre ambas (cf GS 76), pudiendo la Iglesia siempre y en todo lugar predicar la fe con verdadera libertad y emitir un juicio moral también sobre las cosas que afectan al orden político, cuando lo exigen los derechos fundamentales de las personas o la salvación de las almas. La preocupación no es otra que colaborar a un renacimiento generalizado. En estos momentos bien está recordar lo que dice el proverbio: «No llega antes el que va más de prisa, sino el que sabe a dónde va».